Tuesday, September 25, 2007

Juegos de Importación


Madrid, ¿capital de la modernidad? Puede. Desde luego, carteles como éste nos hacen preguntárnoslo.
Eso sí, que el dueño del negocio (en calle Ponzano 72, para más señas) se permitiera el lujazo de anunciar la importación de juegos para la Ultra 64 (sic) es un detallazo. Y que después de tropecientos años no haya quitado el cartelillo aún más. Menudo el máquina.
Luego pasaré a ver si tiene algo de la Nec FX o el CD de la SuperNES. ¡Juas!

Mucha tela...

Saturday, September 22, 2007

Tres segundos, cuarenta y un años


La línea 1 del metro de Madrid es la más antigua del complejo entramado de túneles que componen la mastodóntica infraestructura de la red suburbana de la capital. Inaugurada en 1919 por Alfonso XIII, su recorrido inicial sólo constaba de 3,48 km, y duraba 8 minutos, entre las paradas de Sol y Cuatro Caminos. Hoy, 88 años después, la línea 1 consta de 33 estaciones que recorren Madrid en su totalidad de norte a sur, y de sur a norte, a lo largo de casi 24 km. Las estaciones de aquel primer tramo originario continúan hoy formando parte del dibujo de la línea, a excepción de una de ellas: la estación de Chamberí.
Situada entre las paradas de Bilbao e Iglesia, Chamberí acogió a trenes y viajeros durante casi cuarenta y siete años, hasta que en 1966 las autoridades decidieron clausurarla por su extremada cercanía con las citadas estaciones, lo que obligaba a los trenes a circular demasiado despacio haciendo poco útil su existencia. Se tapiaron los accesos al andén y la estación quedó congelada en el tiempo. No se retiró la basura de las papeleras, ni los carteles publicitarios, y durante muchos años la estación fue una fotografía exacta de una época concreta que los trenes permitían ver apenas unos instantes en su rápido trasiego entre Bilbao e Iglesia.
Aunque el Ayuntamiento de Madrid se propuso en 2006 rehabilitar la estación de Chamberí para convertirla en un museo, aprovechando todos aquellos objetos que habían permanecido intactos desde 1966 (tornos, la cabina del jefe de estación, cartelería, señales...), gran parte de aquella memoria histórica se había visto irremediablemente destrozada por la acción de grafiteros que, arriesgándose a cruzar las vías, llegaban a la estación para llenarla de pintadas, quemar parte de la decoración y destrozar algunos de los valiosos objetos que se habían conservado durante varias décadas.
La estación era hasta hace relativamente poco visitable, consiguiendo una autorización, con fines periodísticos o incluso cinematográficos (en la película Barrio, de Fernando León de Aranoa, Chamberí es refugio subterráneo de parias y sintechos), pero las obras de restauración han eliminado, temporalmente, esta posibilidad. Dicen los que han estado allí que caminar por sus pasillos era como atravesar un silencioso agujero en el espacio-tiempo. Los periódicos de la época en el suelo, los billetes usados, los mapas de la red de metro...todo permanecía allí, en la oscuridad rota por la linterna de los vigilantes, entre el crujir de vidrios pisados bajo los pies, cubierto por una fina capa de polvo y moho rojizo.
Los que no hemos tenido esa suerte, que somos casi todos, nos conformamos con un viaje en el tiempo que dura apenas tres segundos: el tiempo que tarda el tren en recorrer el andén de la estación en su camino entre Bilbao e Iglesia. Las tenues luces de las obras dejan entrever su mampostería policromada, queda en una calma que se rompe con el traqueteo fugaz del tren. La gente apoya las manos en la ventanilla colocando su cara en medio para no deslumbrarse con las luces del vagón y espía el paisaje. Son tres segundos, sólo tres, pero el viaje dura cuarenta y un años. Luego las voces de la megafonía anuncian la siguiente parada y todo acaba. La estación fantasma de Chamberí, sin embargo, permanece ahí, inmóvil, algunas centenas de metros más atrás, envuelta en un misterio que pronto, quizás, podamos desentrañar en primera persona.

Friday, September 14, 2007

Un Freak en la Capital del Reino


Como dijo el amigo Terminator, he vuelto.

Se abre una vez más un horizonte de perspectivas e ilusiones, de proyectos, de ambiciones, de riesgos y de algunos más que probables sinsabores. Pero sobre todo, comienza una neva etapa en la que ser dueño, en cierto modo, de mi destino. Entre kilómetros de trashumancia didáctica, en metro, bus, a pie o a caballo (si se tercia), mañanas de salas de doblaje en las que reprimir el impulso de quitar al actor de turno del atril para saltar, a lo taurino espontáneo, al ruedo de la fama, y alguna fiesta que otra, esperaré paciente mi momento.
Atrás quedan, por fin, los tiempos de incertidumbre sobre el regreso definitivo. Los puzzles automovilísticos y las reprimendas de mecánicos de escasas luces y de adinerados ignorantes. De todo ello, permanecerá para siempre el recuerdo de un equipo humano que hacía de mi día de la marmota algo llevadero. Gracias a todos.
Los demás, todos esos que cerráis mi círculo social, sabéis de sobra que poner tierra de por medio era una necesidad. Como dije hace no mucho, no me he ido, sólo me he trasladado. Cada uno tiene un sitio reservado en mi equipaje, así que todos estáis aquí, conmigo. Y lo estaréis más aún si os animáis a visitarme algún finde, no hace falta que os lo diga...
En fin, hay una jungla ahí fuera esperándome. Voy a ataviarme como es debido, a apretar con fuerza los dientes, y a comerme el mundo. Esperemos que no se me indigeste...

Nos leemos, mis paletos.

Saturday, September 08, 2007

Mi Cine en Casa (2): Rocky Balboa


Existen sagas fílmicas que, por malas, debieron quedar en un sólo episodio. Existen sagas que dejaron tan buen sabor de boca que uno desearía un capítulo más aún sabiendo que lo mejor es recordarlas redondas, como fueron, por miedo a que el nuevo intento de éxito emborronase todo lo anterior. Lo normal, por cierto, es que ocurra esto último. Existen sagas (las menos) que aún sobrexplotadas siguen dando momentos de gloria al celuloide y de disfrute al espectador/fan (los términos son aquí sinónimos porque sólo el fan permanece en tales casos). Y existen sagas irregulares, series de capítulos con altibajos que viven del enorme éxito de una impactante primera cinta, donde lo importante es dar al público una nueva ración de aquello que hizo y hace del título una garantía en taquilla.
Rocky, la serie, es una de estas sagas. A finales de los setenta, un perfecto desconocido de ascendencia italiana con un pasado ligado al cine erótico escribió una historia de pundonor, superación, amor y humildad que marcaría el comienzo de una leyenda. Los gerifaltes de la industria del cine advirtieron el potencial de aquellas páginas, y aceptaron la propuesta de llevar a la pantalla la figura del Potro Italiano. Stallone hizo entonces la jugada de su vida, poniendo como condición para el "ok" al proyecto que la cinta fuese protagonizada por él mismo. Todos le agradeceremos siempre aquella osadía (nosotros, y su cuenta bancaria, claro), porque no quiero ni imaginar qué habría sido del personaje interpretado por Burt Reynolds, una de las propuestas de los estudios para dar vida a Balboa. Lo demás, a estas alturas, es historia.
Aquella primera cinta, galardonada con varios Oscars en 1976, que encumbró al estrellato al amigo Sylvester, se vería continuada hasta el reciente estreno de la obra que nos ocupa, con cuatro episodios de cualidades discutibles que tendrían su cénit en la infame Rocky V, con la que durante tiempo se puso punto final de forma deplorable a la saga. Quiero imaginar que Stallone, quien tanto debía al personaje de Balboa, quiso remendar el terrible batacazo artístico que el quinto episodio suponía escribiendo, dirigiendo y protagonizando un último capítulo que hiciera honor a la grandeza (gustos al margen) del púgil de Philadelphia.
Rocky Balboa retoma sin esconderse el espíritu entrañable, hasta cierto punto deprimente de aquella primera entrega. Stallone, conocedor de los factores que apuntalaron el éxito de su opus magnum (extraviados poco a poco en el camino que siguieron sus continuaciones), no disimula su interés por dotar a esta sexta parte de esos matices sentimentaloides que atraparon al espectador de entonces y llevaron al aún poco hormonado potro italiano a la memoria colectiva. Rocky, transformado en lo físico por el paso del tiempo, sigue siendo aquel bonachón infantil de verbo trastavillado pero ágil y filosófica sencillez que nos hacía sonreir con sus bromas pueriles en la tienda de animales a Adrian. Philadelphia continúa siendo gris y fría, y el gran campeón no vive en una mansión enorme ni conduce flamantes deportivos. Gancho y Directo, las tortuga, siguen allí. Y Rocky no se gana la vida haciendo publicidad, sino con un restaurante-museo, el Adrian's, en el que ameniza las cenas de los comensales contando batallitas de su carrera pugilística.
La historia de Rocky Balboa puede no ser gran cosa si se la observa desde lo literario, pero acaso esto sea lo menos importante en un título como este. Lo impagable, lo que en mi opinión hace grande a la película (y al personaje mismo), son "los momentos", esas escenas cargadas de guiños dramáticos en las que la melancolía y la nostalgia nos retrotraen a las sensaciones que nos produjo Rocky I, y que jamás se habían vuelto a reproducir de forma tan fiel en anteriores entregas. Un genial Burt Young (Paulie) y un inspirado Stallone (que desde Copland no había vuelto a tener gestos interpretativos de calidad) se bastan para llenar la pantalla del inconfundible espíritu que irradiaba la obra original. Eso, y tópicos momentos que uno no se cansa de ver como el entrenamiento previo al combate, la ascensión de las míticas escaleras o el piano de Bill Conti que acompaña magistralmente con su inconfundible melodía los momentos clave de la historia.
Mención especial para el doblaje de Balboa, con un recuperado (para Stallone) Ricard Solans que borda esa particular dicción que todos nos hemos cansado de imitar durante años, de Duke (el entrenador de Apollo), al que Pepe Mediavilla impone su peculiar carácter, y de Paulie, con un Joaquín Díaz que transmite sentimiento con cada palabra.
Que Stallone, como decíamos, debe gran parte de lo que es a Rocky Balboa es cosa manifiesta que acaba por proclamar el mismo Stallone dotando al film de un marcado carácter de homenaje, sobre todo en el combate final. El actor y el personaje se funden y se confunden cuando el público, enfervorecido, grita una y otra vez el nombre del púgil que tanto les dio 20 años atrás. No hay interpretación: tanto lo de unos como lo de otro es sincero agradecimiento. Y eso se ve. Yo, de haber estado allí, también me habría emocionado.
Me resulta imposible calcular las veces que debo haber visto la primera entrega de la saga, pero reconozco que nunca me canso, y que con cada visionado las viejas sensaciones vuelven a aparecer. Pues bien, a fecha de hoy he visto Rocky Balboa tres veces, y creo sinceramente que acabará por pasarme algo parecido con el tiempo. Claro que uno, "enamorado" como lo está del personaje (es una forma de hablar, no se me malinterprete), tampoco puede ser objetivo. Ni falta que hace.

Sunday, September 02, 2007

Susurrándole al metal


Me preguntaba si eso del fetichismo, tan habitualmente circunscrito al terreno sexual, podía extrapolarse a otros campos de la vida, de lo cotidiano. Así, a bote pronto, uno parece asociar el término a la apetencia libidinosa por ciertos objetos con connotaciones eróticas como ropa interior, zapatos y tal, que suelen producir cierta excitación en el “sujeto fetichista”. Exclusivamente. Así que acudí a la fuente de todo conocimiento, a nuestro Dr Know particular… la Wikipedia. Y averigüé que, efectivamente, el fetichismo es algo más que colecciones de tangas y muestrarios de tacones.
Fetichista es aquél que siente una especial devoción por ciertos objetos materiales. Sin más. Las propiedades que cada uno asigne a dichos objetos diferirán dependiendo de las creencias o pensamientos de cada cual, pero la base es la misma en todos los casos. Así las cosas, parece lógico afirmar que todos somos fetichistas en algún sentido. Un modelo de coche, una marca de perfume, un aparato de televisión, un sombrero… Que cada uno elija su fetiche.
El mío es un micro. Imagino un micrófono plateado, perfecto, resplandeciente y silencioso, en medio de una sala oscura, casi icónico. Y me pone. Debo confesarlo. No es algo estrictamente sexual, pero me pone. Ese micro inerte pero vivo, de algún modo, es una imagen totémica de mis anhelos, deseos, miedos y temores. Es tan inalcanzable como cercano, tan físico como abstracto, y su recreación mental satisface algo tan inherente a mi como lo hace el sexo. De ahí que en el caso concreto de mi fetiche, lo sexual, lo pragmático, lo cotidiano y casi lo religioso converjan dando forma a un único sentimiento.
Leo en la Wikipedia el origen primitivo del fetichismo. Y también las cualidades mágicas que tradicionalmente se asignaban a los objetos en cuestión. Si el fetiche todo lo puede, es porque representa lo imposible en lo más mundano. Se escoge el objeto no por el objeto en sí, sino por la conexión mística y personal que puede establecer entre el hombre y sus sueños. Y así se vencen las distancias, se conecta con el más allá y hasta con el interior mismo del propio ser humano, si tal fuera el caso.
Y tal caso es el mío. Me preguntaba si el fetichismo podía ser aplicable a mi persona, porque en el fondo sabía que lo era. No hay nada obsceno en el esquema fálico que sigue el diseño de mi fetiche, aunque todo suma, supongo. No, no es eso. Lo sexual, aisladamente, no tiene sentido tal y como yo entiendo todo esto. Además, si la connotación sexual fuera clave, mis preferencias le serían totalmente incompatibles. Pero la representación del poder que supone dicha imagen quizás sí entronque con ese esquema, al fin y al cabo. Lo cierto, sea como fuere, es que ahora sé que soy un fetichista confeso. Y, ¿saben?...Creo que me gusta.