Saturday, November 29, 2008

Dios salve a la Reina

Nunca es tarde, dicen, si la dicha es buena. Además, ciertos hallazgos requieren de tiempo, mucho esfuerzo y dinero, y un componente de suerte o azar que a la postre significa una cantidad de tiempo indefinida para la consecución satisfactoria de los objetivos marcados. Éste es sin duda el caso de la noticia que esta semana podía leerse en distintos medios; una buena nueva que no por ser todavía provisional, resultaba menos relevante: "Científicos españoles desarrollan una vacuna preventiva contra el VIH". El anuncio, sumamente esperanzador, tiene una doble lectura enormemente positiva. De un lado, la vacuna -aún en fase experimental- supone una posible luz al final del túnel para una pandemia que desde que se descubriese en 1981 ha acabado con la vida de más de 25 millones de personas -se dice pronto-; por otro, el desarrollo totalmente español de la misma supone un hito en la biotecnología de nuestro país que abrirá puertas a futuros proyectos consensuados entre los diferentes organismos e instituciones que actualmente trabajan en este campo dentro de nuestras fronteras.
Pero más allá del simple hecho científico, del anecdótico dato, o de la prometedora perspectiva que este descubrimiento ofrece, se encuentra una reflexión que no he podido quitarme de la cabeza desde que la noticia me asaltase en el metro la pasada semana. La misma no es casual, y viene marcada, inducida si queréis, por mi creciente nuevo interés en uno de los mayores fenómenos musicales, artísticos y sociales de finales del siglo XX. Hablo de Queen, el legendario grupo de rock británico, y en particular de su cantante y alma mater, el gran Freddie Mercury -tristemente malogrado en fechas muy similares a estas hace ya 17 años, un 24 de noviembre de 1991. Efectivamente, no deja de resultar cuando menos curioso que el anuncio del mentado descubrimiento tenga lugar justo en estos días, cuando los fans del mito nacido en la extinta Zanzíbar recuerdan su figura porque se celebra el aniversario de su desaparición a causa de una enfermedad que aún hoy afecta a 40 millones de personas. Curioso, digo, y significativo, por cuanto la figura del cantante supuso a finales de los 80 y principios de los 90 todo un símbolo -a la par que una tragedia- en la lucha contra la mayor plaga de la era moderna, con permiso del cáncer. Y quiero pensar que estas cosas no responden simplemente a fortuitas casualidades.
Estas últimas semanas, además, antes de que la noticia saltase a los medios y se diese a conocer, Queen había vuelto a ganar posiciones, como decía, en mis intereses musicales. No es que hubiera desaparecido nunca -el grupo me ha fascinado desde que desubriese The Show Must Go On en aquel lejano festival de fin de curso en octavo de EGB, de mano de una paranoica pero recordada profesora de inglés, en 1992-, pero el último mes lo había devuelto a mis oídos de forma regular gracias a las sesiones nocturnas de sábado en casa de maese Álvaro. En ellas, diversos reportajes sobre sus últimos años, sus últimas apariciones públicas, sus últimos días, y sus postreros homenajes póstumos, habían tenido un protagonismo que lo han retrotraído a estos días con renovado interés y admiración.
Nadie pone en duda el magistral legado musical que Mercury y su banda dejaron para la posteridad, ni su aportación artística al género del rock en sus múltiples facetas -desde la puesta en escena a la realización técnica. Es su obra un compendio de éxitos sin parangón de la que muy pocas cosas pueden excluirse o tildarse de vulgares -cuando menos de mediocres o nefastas. Y en todo ello, la irrepetible voz de Freddie tuvo mucho que ver. Sí, los Deacon, May y compañía también supusieron -me resisto a hablar en pasado por mucha gira que el grupo siga haciendo en el presente- un factor decisivo, pero sin duda fue su cantante el que dio al grupo la universalidad que finalmente alcanzaron. Por eso, porque no era uno más de tantos rockeros excéntricos y trasnochados, su desenlace cobró a la postre el estatus de leyenda, y es con seguridad uno de los acontecimientos más dramáticos de la historia de la música reciente.
Decía al principio que más vale tarde que nunca, pero estos días me ha resultado imposible no imaginar lo que habría podido seguir aportando el gran Mercury a este gris mundo en el que vivimos de haberse aprovechado de un descubrimiento como el que hoy es noticia en medio mundo. Es soñar despierto o hacerse pajas mentales porque aún restan años para que la vacuna sea comercializada si resulta finalmente un éxito, pero no puedo evitarlo. Habrá quien diga que su final fue el lógico resultado de una vida de excesos y promiscuidad, algo que sólo él buscó y que por tanto no debe hacernos caer en el sentimentalismo barato. Y quizás no estén exentos de cierta razón. Sin embargo, cuando uno se pone a repasar los numerosos documentos audiovisuales que recuerdan su trayectoria, no puede por menos que sentir cierta nostalgia y la inevitable sensación de que no se trataba de alguien al uso. Su fina sensibilidad y su marcada rebeldía se intuían en sus declaraciones tanto como en su voz y en sus letras, y más allá de consideraciones morales sobre sus excentricidades, debería quedar el reconocimiento general sobre lo que el artista podría haber seguido aportando a esta triste maquinaria tan necesitada de luz que es el mundo, que es la vida. Pero supongo que su caso también tiene el valor que tiene por ejemplificante, aunque resulte duro reconocerlo; y eso al cabo puede ser tan importante como todo lo demás: que nadie está libre de caer víctima de una enfermedad que cada día está más controlada, pero que aún mata en el mundo más personas que ninguna otra dolencia.
Freddie Mercury sólo reconoció que tenía SIDA un día antes de su muerte, mediante un comunicado público, aunque había pasado los últimos años de su vida fuera del objetivo de las cámaras, reapareciendo fugazmente para la grabación de sus últimos temas, sin duda los más cargados de mensajes sobre lo cercano de su final -aunque todos ellos muy positivos, y en su mayoría compuestos curiosamente por el resto de miembros del grupo. El final le sobrevino en Montreux, Suiza, donde pasó los últimos meses de vida, y donde hoy se erige una estatua conmemorativa que es el único símbolo póstumo visitable del artista. El brazo alzado hacia el cielo, el semblante tenso en una eterna nota musical cargada de su recordada vehemencia vocal, su efigie mira al horizonte de un enorme lago que bien podría simbolizar la infinita masa de individuos que lo siguieron, siguen y seguirán siempre. Porque aquel 24 de noviembre moría su persona, pero nacía su leyenda. Y ésa, recordada hoy más que nunca porque por fin su espoleta está más cerca de ser finalmente vencida, no morirá jamás.


Wednesday, November 19, 2008

Camuflaje métrico

Martes. Dieciocho de noviembre. Ocho y media de la mañana. Línea 6, Guzmán el Bueno, andén 1. Tercer vagón. Decenas de personas se precipitan en su interior como autómatas, en una mecánica rutina diaria camino de sus aburridas ocupaciones laborales. El que firma la presente, también. Entro al vagón. Me acomodo en un escorado lugar junto a la puerta, y me agarro a la barra, templada aún tras los minutos que la asió su anterior inquilino. Las grises miradas y los grises semblantes de la concurrencia se diluyen entre las grises ropas invernales. Todos son la misma persona, una informidad humana que viaja silenciosa al compás del traqueteo de la máquina. Las puertas se cierran, el tren comienza a moverse, y yo clavo la mirada en la ventanilla, observando el andén en movimiento que poco a poco va quedando atrás.
Luego llega el túnel. Las luces del vagón sólo permiten atisbar fugaces insinuaciones de cables y canaletas, pero yo ya estoy mirando indiscretamente el reflejo de mis compañeros de viaje. Sólo durará unos minutos, pero es imposible no dirigir alguna furtiva mirada a los rostros de los que como yo comparten tan anodino trayecto cada mañana. Y de pronto... zas. No puede ser. Clavo los ojos en el tipo que ocupa la barra contigua, la del otro lado de la puerta. Qué coño. ¡Es él! Abrigo oscuro, auriculares blancos -¿un ipod, quizás?-, pantalones grises como de traje -algo demodé, todo hay que decirlo-, zapatos formales de cuero negro, gafas de pasta blanca y negras, pelo lacio y tez pálida. No cabe duda, es el puto amo. Es Joaquín Reyes.
Miro alrededor. Nadie parece haberlo descubierto, entre el gris general. Giro la cabeza y trato de mirarle directamente a los ojos. Él los tiene cerrados: escucha su música y piensa en que estaría mejor en la cama. Cuatro Caminos. Abre los ojos y se asegura de que aún no está en su parada. Pero ya no los cierra. Desde mi ángulo sólo puedo verle bien la cara cuando el tren está en el túnel, gracias al reflejo, así que espero ansioso que el convoy eche de nuevo a andar para poder seguir asimilando que no es un espejismo mañanero producto del sueño que acumulo tras una noche parca en horas de cama. De nuevo movimiento, y de nuevo reflejo. Sigue siendo él.
Ahora clavo la mirada ya nada discreta en el fenómeno chanante. Pienso en llamar a Javi, despertarle y decirle que lo tengo al lado, y que podría pasar por cualquiera dentro de ese vagón invisible de la línea 6. Luego imagino el móvil sonando de improviso -o no- con un mp3 de "Estoy fatal de lo mío" y a Joaquín girándose para decir "Buen gusto, sí señor" o hacer una mueca. Pero qué cojones, son las 8 y media, el tío va medio sopa, y lleva los cascos puestos.
Nuevos Ministerios. Mi destino. Hago ademán de bajar esperando a que él mueva ficha y también lo haga en esta parada, pero ni se inmuta. Me apeo, y comienzo a andar entre el gentío por el andén, tratando de controlar el tren mientras se pone en marcha para verlo una vez más, para asegurarme por última vez de que he viajado durante dos paradas a metro y medio del manchego más universal -con permiso del Almodovar ese-. Pero la marea humana me arrastra, y cuando el tren pasa veloz a mi lado no consigo volver a verle.
Seguro que acabó llegando a su parada en ese anonimato gris del que hacía gala en el vagón. Del que hacía gala todo el vagón. Perfectamente camuflado, como un mortal más, entre la masa humana que se arrastra cada día camino de sus aburridas y grises ocupaciones, uno de los pocos personajes que dan color a la vida de muchos con la suya. Muchos, como yo.




Friday, November 07, 2008

Camino


Existen muchas formas de hacer cine, como existen muchas formas de contar una historia, o de entender la realidad. Uno puede apostar por la comedia, y escribir un guión hilarante, o puede apostar por el drama, y narrar acontecimientos que toquen nuestras fibras más sensibles. Y a tenor del tema que Javier Fesser eligió para su película Camino, uno podría intuir que ése es el género en el que debería enmarcarse el título, cuando la realidad, visto lo visto, no es ni de lejos tan sencilla.
Camino es, en primer lugar, una historia de amor. O deberíamos decir, quizás, de Amor -así, con mayúsculas. Porque lo cierto es que lo que en ella se nos cuenta es lo muy diverso que éste puede ser, dependiendo de quien lo sienta y hacia qué o quién lo profese. Tal es así, que la cinta presenta en este sentido una dualidad incompatible a ojos de los personajes que conforman la historia, pero que desde ambos puntos de vista -los de la niña, Camino, y los de su entorno- es totalmente sincero. El problema estriba en entender los motivos que hacen de esas divergentes formas de ver el amor algo que no puede coexistir, y en ello se centra Fesser para dar sentido a su narración: el mundo al que pertenece Camino está lleno de obstáculos que chocan de frente con su forma de entender la vida; aunque profundamente influenciada por su madre, su asumida religiosidad no le impide experimentar los lógicos sentimientos que una niña de su edad está abocada a tener. Esa es la base que da sentido a la historia, y la que hilvana en última instancia cada uno de los momentos de la película. Hasta el final mismo.
Luego está el lado oscuro, la sombra que se opone a la luz de la niña y su lucha interior, en forma de fanatismo religioso. El retrato que Fesser hace del Opus Dei no pretende caricaturizar ni difamar, sino más bien mostrar lo que la ciega devoción y el manejo oportuno de los hilos adecuados pueden provocar en personas de sensible confesión religiosa. Cómo el sufrimiento más puro y directo, más atroz, puede tornarse en alegría y bendición cuando el autoconvencimiento trabaja para extraer del sacrificio una oportunidad de acercarse un poco más a Dios. El choque que la película muestra en ese sentido en tan grande, que uno no puede sino reaccionar con perplejidad ante un comportamiento tan obtusamente ilógico desde lo humano -lo divino mejor dejarlo a un lado- que llegado cierto extremo sólo queda preguntarse hasta dónde puede llegar el individuo para agasajar a la deidad de turno. La respuesta, al menos la que puede extraerse de la película, está clara: donde haga falta. Ni más ni menos.
Pero sombras extremistas a un lado, la historia está llena de luz, de esperanza, de ilusión, y de guiños cómplices a la inocencia de la infancia. El papel de Nerea Camacho -Camino-, ribeteado por una mirada que traspasa y enamora, es encomiable, y tanto en su etapa alegre -si es que puede considerarse que en algún momento deja de estarlo- como en la doliente, borda una interpretación maravillosa que nos hace pensar en lo triste que resulta que ciertos niños tengan que crecer. Su personaje rememora a otros salidos de cuentos clásicos como la Cenicienta, o Alicia en el País de las Maravillas, y cada frase, cada sueño, cada inocente comentario -mención especial para los momentos íntimos con su padre, interpretado por un genial Mariano Venancio- nos tocan con una sutileza tal, que al final resulta imposible abstraerse de la fuerte carga emocional que desprende toda la historia.
Que esa es otra. Camino no es una película sencilla de ver, de digerir. Es un carrusel de sentimientos que nos lleva desde la alegría a la tristeza, pasando por la crudeza de un quirófano o la jovialidad de una clase de teatro para niños. Es un cocktail de emociones que nos sorprenderá riendo mientras nos enjugamos las lágrimas, llorando mientras esbozamos una sonrisa. El mérito ahí, hay que reconocérselo, es de un Fesser soberbio que con una clase encomiable y un saber hacer cinematográfico de muchos quilates mezcla momentos de muy distinto corte con una maestría digna de aplauso. Aún así, no conviene llevarse a engaños: la historia no es alegre, o al menos no explícitamente, aunque el regusto que nos deja tampoco pueda tacharse de amargo -no excesivamente amargo al menos-, si se entiende como debe entenderse la realidad interior de la niña protagonista. Lo que no quita para que, en cualquier caso, acabemos bastante compunjidos.
Vivimos tiempos difíciles para el cine español, pero siempre queda el consuelo de saber que ciertos directores derrochan talento a raudales. Fesser es uno de ellos, y con Camino lo ha demostrado sobradamente: una historia arriesgada que resuelve maravillosamente, y que cualquiera con un mínimo de gusto estético y emocional sabrá valorar en su justa medida. No apta, eso sí, para individuos sin corazón o de excesiva impresionabilidad sentimental.

Wednesday, November 05, 2008

Mis aventuras del Capitán Alatriste (1)


El alba rompía sobre los chapiteles del Alcázar Real cuando Alatriste arribaba a los soportales de la Plaza Mayor. Desde que abandonase el cobijo de su aposento donde la Lebrijana, las sombras de las callejas de la Cava Baja habían servídole de refugio ante posibles emboscadas, el solo ruido de su herreruza en la vaina resonando como campanilla de monaguillo en el silencio de la noche. El chapeo, calado hasta las cejas, y el embozo de su capa, le confiaban el anonimato necesario para tal empresa. Había sustituido las viejas botas de soldado por unas más discretas abarcas, y la guipuzcoana descansaba sobre su riñonada izquierda en espera de ser asida si los naipes empezaban a venir jodidos.
Un tenue farolillo de sebo tintineaba junto a la imagen de un santo, dibujando el contorno de una figura que se arrebujaba contra la pared en un intento por pasar desapercibida. Acercósele el capitán despacio, la mano apoyada discretamente sobre la cazoleta de su tizona, y la figura alzó la mirada para cruzar sus ojos con el glauco refulgir de los de Alatriste. El bravo lucía abundante mostacho sobre el belfo, a la usanza borgoñona, uniendo patillas en una continua línea generosa de negruzco vello. Una cicatriz sobre el ojo izquierdo le confería un mirar taciturno que a poco podría haberse confundido con un desplante. Para su suerte, Alatriste conocía al rufo, y lejos de cruzar aceros, los dos hombres, a un medio hablar que era más bien susurro, comenzaron a cruzar palabras.
-A fe que sois sigiloso, capitán -dijo el hombre.
Alatriste no respondió. Sus grises ojos se clavaban inmóviles sobre los del tipo, el perfil aguileño realzado por las sombras que proyectaba, cada vez más débiles ante la creciente luz del alba, el farolillo sobre sus cabezas.
-Voto a tal -añadió como para sí-, que lo que me contaron de vuestra merced no desmerece un ardite lo que mostráis en persona.
-Al grano -remató Alatriste, indiferente.
El hombre se removió inquieto en su herreruelo, húmedo del relente de la noche, y pudo oirse sonar de abundante hierro bajo su capa. Luego se irguió, dejando entrever el relucir de una pistola a la diestra del cincho, y haciendo ademán de ponerse en movimiento, se dirigió de nuevo al capitán.
-Hay un mesón en la calle de las Ánimas que quizá conozca -deslizó las palabras mientras echaba a andar sobre el empedrado del soportal-. El del Lobo, le llaman. Nuestro hombre nos aguarda allí.
El bravo ya sacaba un buen trecho a Alatriste cuando las palabras morían en su boca, así que éste emprendió el paso tratando de darle alcance, mientras resonaba en su cabeza el nombre del mesón que el otro había mentado sin tan siquiera esperar su reacción. El del Lobo. Un lugar obscuro, y no sólo por la escasa luz que su corrala cobijada por un sucio techado de chamizo dejaba entrar en las estancias que la rodeaban, sino por la concurrencia que de diario lo frecuentaba, todos amigos de Don Pedro Ximénez y el clarete de Peñascal. Tiempo atrás, a su regreso del asalto de Ostende, aquél había sido punto de reunión de viejos camaradas del frente, pero Alatriste nunca había gustado de sus habituales, todos de excesiva facilidad en lucir toledana y propensos a despachar por la posta sin decir esta boca es mía.
El lorenzo se elevaba ya por encima de los tejados de Madrid, proyectando largas sombras oblicuas sobre las estrechas calles mal empedradas, y mientras algunos gallos cantaban sus coplas mañaneras aquí o allá, la Villa y Corte se desperezaba lentamente en nuevo día que, aunque soleado, prometía ser bastante frío. El hombre, de andares recios y largos pasos, recorría las vías decidido, casi como si desfilase bajo los estandartes del cuarto Felipe en terreno enemigo, tras alguna victoria de postín, en dirección a la calle de las Ánimas. Alatriste lo seguía de cerca, pensativo pero alerta, rumiando muy por lo menudo si después de todo aquel individuo de aviesa mirada que don Francisco de Quevedo le había presentado la tarde anterior era de fiar. Más le vale, pensó, o se verá con dos palmos de acero entre pecho y espalda antes de saber por dónde le llueven las mojadas.
-Si no tiene inconveniente vuesamerced -dijo el rufo deteniéndose frente a la puerta del mesón-, yo le esperaré aquí afuera. Hay ciertos caballeros dentro que no guardan muy buen recuerdo de mi persona, vive dios.
Alatriste dirigió una rápida mirada al interior del lugar desde su posición. Un murmullo de voces y algún rasgueo de guitarra llegaban hasta la calle.
-Como puede escuchar -prosiguió-, los días no empiezan ni acaban en este sitio más que cuando cae uno víctima del mal de Baco.
Soltó después una risotada que movióle el mostacho arriba y abajo mostrando una hilera de negros dientes mal tirados, y al cabo entregó al capitán una bolsa de cuero negro que extrajo del gastado jubón.
-Diríjase a Martín Lopos, el mesonero, y pregunte por un tal Sangonera. Luego entréguele la bolsa y escuche lo que éste pueda contarle. Yo estaré por aquí rondando, si necesita cualquier cosa.
Luego, sin mediar más parla, alejóse el hombre con el mismo andar que mostrara camino del mesón del Lobo, y Alatriste, acariciando casi instintivamente el puño de la espada, se internó en la oscuridad del portal como quien cruza un patíbulo del Santo Oficio, no por voluntad propia, pero resignado al cabo.

Obama wins!

Tuesday, November 04, 2008

American Elections '08


Me importa una mierda quién gane las generales americanas. Demócratas, republicanos, hijos de la gran puta consumista. Todos son la misma mierda. Ni si quiera podrían diferenciarse en el olor.
Nosotros, los europeos medios, esos que no cuentan un capullo para unos ni para otros -los mismos que después nos ignorarán independientemente del resultado de las urnas, pero no lo hacen cuando vienen dobladas-, no pintamos un carajo en ese proceso. Nos hacen creer lo contrario, animándonos a decantarnos por uno de los candidatos con campañas internacionales camufladas de noticias objetivas, mítines multitudinarios, e instantes de ingenio social mercadotécnico válidos para todas las civilizaciones que pueblan este enorme orbe que es nuestro planeta. A ellos les ha tocado en suerte ser los líderes y cabecillas del movimiento, y los demás les bailamos el agua en la esperanza de recoger alguna de las muchas migajas que desprecian en el camino hacia el poder absoluto.
Nuestros problemas tienen el suficiente peso específico como para no depender de las decisiones de otros, y sin embargo cada pequeño paso viene marcado por la trascendencia que supone mover ficha en el tablero del jefe, el gran héroe americano, el admirado Tío Sam. Inmigración, trabajo, sanidad, seguridad, tecnología, educación... y agradecimientos al líder. Los ricos. Que para algo nos subvencionan "desinteresadamente" en pos de una Europa más sólida y occidental -tanto como pueda serlo su joven nación americana. Esas son las materias que deben cubrir nuestros presupuestos, nuestros planes de progreso y nuestras ambiciones comunes a nivel internacional. Así se aseguran el éxito en los poderosos frentes de la ONU y la UE, cuando las cartas vienen jodidas respecto de los países que conforman el cada vez más sólido bloque oriental-asiático.
Destruíd vuestros iPod; calzaos unas buenas Paredes en lugar de las Adidas de turno; aparcad el Ford para conducir vuestros cojonudos SEAT León; volved a ver Camino en vez de La Conspiración del Pánico -bueno, venga, esa sí...-; y no encendáis la tele el día de las elecciones americanas. Ignoradles. O al menos no os traguéis todo lo que sueltan: decidid qué acabará afectándonos a todos y reducidlo a la mínima expresión siguiendo vuestro sentido común.
No somos ellos, aunque lo seamos en la práctica a cada minuto del día. Se nos da un ardite lo que mueva sus intereses económicos más allá de lo que reporte un beneficio directo sobre nuestras economías. Pero sobre todo, debemos recordar que todo lo que son ahora, surgió un día de los esfuerzos comunes e individuales que los diversos países europeos colonizadores hicieron para transformar la agreste y gris tierra norteamericana en un mundo productivo y bollante del que extraer riqueza, prosperidad y esa libertad de la que hoy tanto alardean. Demócratas y republicanos, que igual da.
Putos desagradecidos...