Monday, May 31, 2010

Perdidos en el recuerdo



POTENTIAL SPOILER INSIDE
Se han ido. Nos han acompañado durante seis largos y maravillosos años en memorables momentos llenos de asombro, incertidumbre, misterio, alegría, humor, tristeza, y toda la larga lista de sensaciones y sentimientos que la vida brinda a los que se atreven a disfrutarla plenamente. Ellos vivieron la suya, esa vida de ficción que ha acabado por mezclarse, de alguna forma, con la nuestra, bebiéndosela a grandes tragos porque lo que les había sido encomendado no podía afrontarse de otra forma... Y ahora se van y nos dejan otra vez solos, en la línea de salida, perdidos porque muchos no podemos o queremos imaginar aún la televisión que queda tras su marcha. Era aquello de "vivir juntos, morir solos", trasladado a este lustro y pico en su compañía, y el más allá que nos espera una vez la serie más grande jamás creada es, como lo será todo algún día, historia.
Como a todos, Lost -en adelante Perdidos, si me lo permiten, y ya saben por qué- me atrapó tan rápidamente como lo hace un hijo con su padre al agarrar por primera vez con su diminuta mano el índice de éste: de forma inmediata y para siempre. Yo al menos nunca he sido ni he querido ser objetivo con la serie. Mi entrega fue total, una pleitesía absoluta que rendía al show sin avergonzarme por ello con cada capítulo porque siempre, y digo siempre, se me acababa ofreciendo algo a cambio. Es cierto que el arranque legendario de aquel piloto inolvidable, su puesta en escena y el grito a los cuatro vientos que lanzaba asegurando con cada plano que lo que se avecinaba era muy, muy grande, supuso el gancho perfecto para los locos adictos al misterio y la sorpresa constante que nos lanzamos en picado al disfrute de la serie desde ese momento. Y es cierto también que un viaje cinematográfico de más de cien episodios de cuarenta minutos no puede ser redondo en su totalidad ni para todos los espectadores, porque al final hasta los más grandes tienen momentos de flaqueza en algún punto de su carrera. Carreras por cierto que a menudo pasan a la historia como leyendas perfectas. Pero el conjunto, visto desde lejos como un todo, y visto igualmente en detalle desde cerca, desde el prisma de los personajes, las tramas trenzadas con esmero y delicadeza para que casasen como una red perfecta a la conclusión del viaje, los silencios, las preguntas sin respuesta, las implicaciones científicas -lo de ponerle o no el "pseudo" lo dejo a su elección-, religiosas o de tantas otras índoles, y los muchísimos momentos ya imborrables que son ahora parte de nuestra cultura pop, convierten a Perdidos en algo tan grande a nivel cultural, artístico y si me apuran social, que intentar resumirlo en unas pocas líneas resulta poco menos que imposible. No es tal mi intención, en cualquier caso. Y no debería serlo tampoco la de los que tratan estos días de valorar esa vasta obra de arte considerando sólo el desenlace de la epopeya, los últimos minutos de la historia del cosmos en representación de millones de años de evolución perfecta, caos y destrucción incluidos.
A los que ya sentimos el vacío de la serie como se anhela lo que sabemos ya nunca ha de volver, estas primeras horas -o días, según idioma- sin su habitual compañía en el horizonte de la sopresa y lo inesperado, nos están enviando una y otra vez, como si de un flashback sin fin se tratara, a todos esos momentos que han acabado por conformar en el recuerdo lo que para cada uno significó la serie. Ojos que se abren, olas que no dejan de romper contra la arena, al fondo, un verde infinito que lo enmarca todo... Pongan ustedes los personajes y la situación. Acertarán seguro. Porque ahora que la nostalgia nos invade y a los pies de nuestra voracidad fantástica y televisiva se extiende un precipicio oscuro e informe, lo único que nos mantiene enteros es la memoria y la certeza de saber que una vez completa, podremos disfrutar de la aventura de los supervivientes del 815 de Oceanic una y otra vez, tantas veces como queramos, desgastando Blurays y DVDs hasta superar la abstinencia y poder dar, nosotros también, el paso hacia la siguiente etapa de nuestras vidas.
Al final poco importa, o lo hace mucho y por eso precisamente deja de ser tema de interés para lo que nos ocupa, si la elección relativa al desenlace de la historia fue la mejor de las posibles. Yo así lo creo, por cierto, porque cualquier otra alternativa sólo acaba por lanzar, tal como yo lo veo, más dudas al conjunto y más sinsabores emocionales a los que ya de por sí nos deparó la opción escogida. La única verdad -detalles argumentales tangenciales al margen-, y eso supongo que no podrá rebatirlo nadie, es que el cierre es tan redondo como triste y feliz, al mismo tiempo, en una paradoja emocional que pocas cosas me han hecho sentir, y me consta que a muchos de ustedes les pasó lo mismo. Ésa es para mi la gran conclusión que queda tras el disfrute del final de los finales, y de la digestión de la serie en su totalidad, que va consiguiéndose poco a poco con el paso de los días: Perdidos, como la vida misma, es un cúmulo de sensaciones encontradas que no es necesario distinguir ni cribar, porque la mejor manera de enfrentarse a ella es precisamente asumir que nada es blanco ni nada es negro, y que en la mezcla de grises y sus matices está la clave para disfrutar de lo que esta aventura tiene que ofrecernos. Intentar quedarse sólo con los extremos, con lo evidente, con lo bueno o con lo malo, rechazar lo que no nos cuadra sólo porque esperábamos otra cosa, es manchar el resto de lo que se nos ofreció y emponzoñar lo que pudo hacernos felices de haber sabido prestarnos a su propuesta.
Ya se han ido, y lo han hecho por la puerta grande -nunca mejor dicho-. Nosotros en parte también nos hemos ido con ellos, porque cada uno de los que les seguimos en su lucha por entenderlo todo acabamos por formar parte igualmente de los supervivientes del vuelo de Oceanic. Y mientras desfilan una vez más en la memoria, al compás de los acordes de Giachino y en esa deliciosa cámara lenta que siempre fue preámbulo de algo grande, uno no puede evitar esbozar una sonrisa y notar cómo se le humedecen los ojos, de nuevo en ese extraño sentir mezcla de alegría y tristeza, al comprender por enésima vez por qué murieron, que lo que pasó, pasó, y que aunque todo ocurra por una razón y que puede que todos acabemos viéndonos en otra vida... el viaje acaba siempre llegando, necesariamente, a su final.
Rest in peace.

Thursday, May 13, 2010

>>Irony Mode ON

Me dolía la cabeza, y me até un alambre al tobillo. Necesitaba correr más rápido para que el metro no se me escapara todos los días apenas unos segundos antes del llegar al andén, y me eché unas nueces al bolsillo. Sabía que no hay nada mejor que dibujarse un círculo rojo con un Edding en el reverso de la mano derecha para no cansarse al escribir páginas y páginas en un examen sin levantar el boli del papel...
Puede que alguno ande pensando que he perdido la cordura, que los años de admiración al gran Del oso y su pupilo Iker están convirtiéndome en un alquimista salchichero que busca en las asociaciones más absurdas el remedio universal que lo cure, solucione y mejore todo. Y no andan faltos de cierta razón, no crean. Pero en este caso la terna de "infalibles" gadgets caseros que enumero son más una forma de ilustrar un inquietante fenómeno social que algo que deba tomarse en serio. Hablo, por si ya empiezan a despistarse, de la pulserica Power Balance y sus derivados/sucedáneos/copias.
De un tiempo a esta parte, resulta relativamente habitual toparse con gente que luce orgullosa por doquier el curioso invento de marras; a saber, una pulsera de plástico, del tipo de ésas que hace unos años se popularizaran como apoyo a causas del más variado pelaje en distintos colores, con un misterioso motivo central, fabricado en una supuesta aleación metálico-holográfica, a la que se le atribuyen sorprendentes cualidades que ni el agua de Lourdes con Licor 43, oiga. Que si mejora el equilibrio, que si aumenta la energía, que si potencia la concentración, el rendimiento deportivo, y un largo etcétera. La fuente de su eficacia parece residir en ciertas "frecuencias naturales encontradas en el ambiente de las cuales se conoce una reacción positiva con el campo de energía del cuerpo humano", según reza literalmente una de las páginas que las venden, lo que equivale a decir que lo que las hace ser tan macanudas es que la gente es capaz de creerse cualquier milonga pseudocientífica si el trasto en cuestión cuesta una pasta y se pone de moda gracias a la inefable clase media-alta, tan dada a lucir chorradas y a crear tendencia.
Seguro que muchos de ustedes recuerdan panaceas similares que se popularizaron hace algunos años, ingenios infalibles contra todo tipo de males y potenciadores de mil aspectos de la vida distintos, como la pulsera de oro del que cagó el moro de las bolicas en la punta -sí, la que luce Torrente-, los chinitos de la suerte -y sus cuerdecillas de mil colores- o los búhos de la idem, todos fabulosos inventos que mejoraron nuestra existencia hasta límites insospechados. Cuánto los echamos de menos, no lo nieguen. Pues bien, tanto tiempo después, en plena era del conocimiento y lo digital, la Power Balance hereda lo mejor de aquellos dispositivos de alta tecnología, que es sin duda lo fácilmente que la gente puede tragarse cualquier patraña, y se instala entre nosotros por apenas unas decenas de eurillos -según modelo y fabricante-, que al cabo no es nada comparado con los beneficios que aporta -ninguno, efectivamente.
Y mientras nuestro mundo se vuelve más equilibrado, la gente deja de caerse al suelo porque no pueden manejar su centro de gravedad, y los dados a los Chetos y al sillón-ball de pronto empiezan a ganar marathones y demás, todo gracias a nuestro nuevo e inseparable ornamento de muñeca, las mentes pensantes -probablemente chinas- que se esconden tras del invento, se hacen cada vez más ricas ayudando al personal a lucir moda absurda, y a sentirnos todavía más tontos a los que pensábamos que aún era posible salvar a la humanidad de la gilipollez absoluta.
Yo llevo una esclava en una mano y una pulsera negra y metálica en la otra, y aunque hasta hoy pensaba que no eran sino simples adornos, estoy empezando a creer... digo, a sentir, que puedo ser capaz de volar si lo intento convencido y desde la altura apropiada. Voy a subir a la azotea y mañana les cuento.
>>Irony Mode OFF.

Sunday, May 09, 2010

El fin

Los días anteriores cierto nerviosismo se había hecho palpable entre los dirigentes del campo. A menudo posiciones que antes nunca habían permanecido desocupadas, aparecían desprotegidas durante largos espacios de tiempo; las miradas de los guardias no emanaban la habitual suficiencia y desprecio, y una incertidumbre latente parecía adivinarse en el fondo de sus siempre fríos ojos; los altos mandos iban de un lado a otro, en rápidos paseos que se repetían muchas veces al día, entre los barracones de los oficiales, dejándose ver mucho más de lo que era costumbre... La perfecta rutina, cuadriculada y totalmente planificada del campo, en definitiva, se estaba desmoronando como un castillo de arena que amenaza con deshacerse ante la subida de la marea.
El quinto día del mes de mayo, en plena primavera y bajo un sol radiante que en otras circunstancias no habría supuesto un especial motivo de alegría, las humeantes chimeneas de los hornos crematorios dejaron de contruir sus columnas grises y sombrías en el azul del cielo infinito, única conexión durante tantos años entre el interior del recinto y el mundo que afuera seguía girando incansable, pese a todo. Los últimos soldados alemanes, ésos que la noche anterior ni en los días que precedieron a aquella mañana radiante quisieron o pudieron abandonar el lugar, parecían más ocupados en recoger sus pertenencias, como quien se prepara para un largo viaje a un destino incierto, que en vigilar a la aún ingente población de internos que entre incrédulos, asustados y esperanzados observaban la escena casi surrealista en que se había convertido su lúgubre morada.
Un rumor quedo se hizo de pronto audible en la lejanía, como un susurro ronco que emitieran las montañas grises sobre las que se dibujaba en un quebrada línea difusa el horizonte. Los guardias detuvieron su afanosa tarea, y dirigieron su mirada perdida hacia el verde entorno del paisaje, esperando expectantes, como el perro que marca el escondite de una presa y se queda inmóvil aguardando su aparición. Un instante después, cuando ya era evidente que el sonido era el de un convoy de vehículos que se aproximaban al campo, un aparente caos se apoderó de todos ellos, y la hasta entonces organizada labor de acumulación de enseres dio paso a una agitación informe en la que cada cual hacía la guerra por su cuenta: unos tomaron unos pocos enseres, alguna maleta o bolsa de viaje más o menos liviana, y se lanzaron prestos hacia las puertas del perímetro exterior, gritando a sus compañeros al cargo de las barreras para que las levantasen y les dejaran abandonar el recinto; otros, sencillamente rompieron a llorar, entre gemidos patéticos e inconexas palabras en alemán, sabedores de que sus días de gozo habían tocado a su fin; y los que aún conservaban algo de diginidad, mayormente los altos mandos que, pocos, todavía quedaban en el lugar, dieron por terminadas las labores de pertrecho y se acomodaron en el interior de sus vehículos con intención de abandonar la zona a la mayor brevedad posible.
La llegada de los carros blindados, motocicletas, coches y los numerosos camiones del ejército aliado fue el amanecer tardío más hermoso que jamás vieran los supervivientes del campo de concentración de Mauthausen. El desfile de los soldados que habían acabado con el tercer Reich al abrirse paso por las oscuras alambradas del campo, último destino de tantos miles de hombres, mujeres y niños durante la mitad de una década, supuso el final de una pesadilla personificada en el deplorable aspecto raquítico y la expresión de desolación absoluta que se advertía en los que tuvieron la suerte de asistir al mismo. Y mientras sus salvadores daban cuenta de los carceleros que no pudieron huir a tiempo, o ayudaban a los más débiles a subir a los camiones que los sacarían para siempre del infierno en el que vivieron el episodio más triste de la historia del mundo, unos pocos, desde el dintel de la puerta de su barracón, amontonados como podían para no perder detalle del esperado momento, izadas las banderas republicanas donde antes ondeaban las del nazismo, intercambiaron miradas y se dijeron, con abundantes lágrimas en los ojos y en un perfecto español, que lo peor había pasado, y que el momento de volver a casa estaba, al fin, un poco más cerca.
Mauthausen fue el destino de 7.500 españoles entre 1940 y 1945, en su mayoría republicanos que huyeron de España durante los últimos meses de la Guerra Civil, o que formaron parte de la resistencia activa al movimiento nazi o a las fuerzas franquistas en Francia. Aunque la liberación de los supervivientes el 5 de mayo de 1945 supuso un soplo de optimismo para todos ellos, y el sueño de regresar pronto a una España libre ya de la dictadura, muchos tuvieron que buscar asilo en otros países durante décadas, abierta la herida de su oposición al régimen como estuvo durante todo la vida del general Franco.
Se calcula que en torno 300.000 personas pudieron morir en el campo durante el tiempo que estuvo operativo.