Pasar toda una tarde en el Chispas con veinte duros. Los madrugones para echar una pachanga en la Ciudad Deportiva. La latica de después. Los piques al Tekken. La Patraña X. Las visitas a Ateneo. Ir al cine en familia... y quedarse al siguiente pase para ver el principio de la peli. Rebuscar ofertas imposibles de juegos desconocidos en Simago. Ir a buscar a mi padre al curro. La espera del cierre jugando al Sonic y el The Last Duel de Megadrive. Las cenas en el campo de la tía en verano. Y las partidas de ping pong. Y los chistes hasta las tantas de la noche... Quedar para salir: el Dum-Dum, Golf, Don Chupito, Calabozo, El Cuervo, D'Café, Santa Fé, 1492, Torre Europa, Malasaña... El juego del duro. Los botellones en el campo de fútbol. Y los del castillo. Y los mil en mil sitios de Madrid. Y los mil en el salón de casa. La manita al Barça de aquel 6 enero. Los partidos de Canal 9. Repartir el último pedido del día en la tienda. Comer en el salón con la ventana abierta, todos, deslumbrados por un sol que nunca habrá de repetirse. Jugar a "los dos botes" en el frontón de la Ciudad Deportiva. Levantarse a la mil. Las noches en Santa Pola, cuando todo era aún posible. Ver cómo entrenan en el pabellón, cocacola en mano. Espiar, cuando los mayores dormían, en el Azorín. Y allí también, batirse en duelo, dos para dos, a oscuras en la pista de futbito. Salir al balcón del Míguel a escondidas, de madrugada, y sentirse importante. Los viajes a la Aldea. Las noches en la Aldea. Ir de carrileo, como putos delincuentes del todo a 100. Llegar al pueblo con un Audi. Irse a vacilar en un Montego con el himno del Madrid a tope y las ventanillas bajadas. Ver volver a tus padres a las tantas, felices... felices de verdad. Las visitas sorpresas del tío. Flipar oyendo a los mayores de tertulia tras la cena, en el salón, apoyado en el mantel de hule azul. No hacer absolutamente nada. La playa del Altet. "Na, Bryant". El regreso tras la espera, y la parada en la Casa Calvo. Escuchar Strangers in Moscow dentro del coche en Barrax. Tratar de no olvidar por todos los medios el título de Aguas Preciosas, y a David Arkenston, su autor. Cenar en casa de los abuelos. Ir a pintar figuras de Mithril a Akelarre con Clement. Los partidos del Deycu, en los Salesianos. Oír las batallas de tu padre con el Capitán Garfio en el balcón de Fray Pedro Balaguer, sobre sus rodillas, a las tantas de la noche, y no ser consciente de lo increíblemente maravilloso que era aquel momento... Sentirse vivo. Valorar el trabajo. Desear que el tiempo se detenga. Aquel día después del primer encuentro. Los viernes. Vosotros...
Pero sobre todo, sentarse a vomitar esta amalgama de recuerdos, y saber que se te quedan otras mil razones más en el tintero...