
Hace algunos años, ya muchos, Perenzal me habló de un autor americano de prosa directa e historias cautivadoras que había levantado un "castillo en la luna". Picado por la curiosidad, me sumergí en aquella novela un verano de los que aún eran ociosos, y descubrí que también se podían contar cosas interesantes sin recurrir a orcos, elfos, hobbits y lembas. Aquel texto levantaba el vuelo de forma sutil sin elevarse nunca del todo, con un Nueva York de fondo que, por momentos, parecía ser el verdadero protagonista. Auster convertía la insulsa vida de un cualquiera en un punto de encuentro de vidas más prosaicas pero no menos mundanas, tejiendo un argumento sólido que, al final (no se me solivianten, no se trata de ningún spoiler), resultaba poner cada cosa en su lugar con pirueta incluida. Y en medio, un inolvidable pasaje en un ascensor (mínimo pero revelador), y un Parque con vida propia, tal que la isla de cierta serie de cierto culto...
Luego, años más tarde, movido por el deseo de reencontrarme con el autor, me sumergí en una trilogía también neoyorquina, también aconsejada. De nuevo, la directa forma de contar las cosas más cotidianas y las más inverosímiles, por introspectivas, llenaron horas de asueto y esparcimineto. En esta ocasión, Auster dividía su obra en tres actos aparentemente independientes, tras de los que subyace un hilo invisible, casi involuntario, que acaba por conectar ante la sorpresa del lector las tres historias, sin conectarlas. Al menos explícitamente. A eso me refiero: uno lee sobre un escritor reconvertido contra su voluntad en investigador privado, sobre un investigador privado que se aisla de sí mismo para encontrarse a sí mismo escribiendo, y sobre un periodista que investiga para escribir una biografía (sobre sí mismo en realidad, aunque no una autobiografía)... y lo inconexo se completa. Nueva York, además de en el título, aparece siempre dibujado en el paisaje.
Mr Vértigo, tras todo ello, supuso la sorpresa. Justo cuando uno piensa que ya conoce a Auster, que puede preveer sus giros o que sabe de qué pie cojea, el escritor se reinventa. No más cotidianidad vestida de excepción. Ahora mejor, optemos por la excepción vestida de cotidianidad. ¿Qué, si no, es la historia de un niño que aprende a volar? Literalmente y metafóricamente. Es Sant Louis, y son los años 20, y son tiempos difíciles para un huérfano al que un misterioso personaje (Yehudi...qué gran nombre) pretende convertir en algo único. Al final, como todos nosotros, acaba siéndolo, pero en el camino Auster retrata un momento en la historia americana con respeto, fidelidad y la magia que sólo él sabe imprimir a lo que escribe. Decíamos que para ello se reinventa, y tal es así que incluso dentro de una misma obra se permite frenar en seco para recrearse en algo aparentemente trivial sólo por el mero hecho de hacerlo (no dudo de la relevancia del baseball como hecho social en la América de los 30-40, pero su peso en la novela sólo puede justificarse, en cierto momento, desde la habilidad del autor para dar coherencia a lo que aparentemente -otra vez- parece no estar relacionado).
Las cuitas de Walt, el asombroso niño prodigio, ocupan ahora mis pensamientos literarios en espera de un nuevo episodio en el descubrimiento de Paul Auster. Y sí, ahora ya no me pillará por sorpresa. Creo saber, por fin, de qué pie cojea el autor americano. No lo sé todo, pero sé parte, y creo hablar con certeza cuando digo que esta vez sus creaciones no me pillarán desprevenido. Aunque, bien mirado, pocas cosas hay que desee más.