Monday, December 28, 2009

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No, no me refiero a mi cerebro, en uno de los lapsos que acompañan la redacción de estos textos mientras hallo las palabras exactas con que describir lo que bulle en su interior. La dichosa frase es un mantra moderno que nos acompaña, desgraciadamente ya, en nuestras aventuras por el mundo del ocio electrónico de forma cotidiana, interrumpiendo cuando toca la frenética huida de turno, o desesperando al más pintado mientras da comienzo la epopeya, justo después del necesario "Press START". Lo damos por sentado, como algo inamovible e inherente al formato del que la industria se sirve desde hace ya casi dos décadas -a saber, el disco compacto-, sin detenernos a pensar que no hace demasiado, sobretodo para los que como yo acabamos de estrenar la treintena y nos negamos a creer que nos hacemos mayores, los tiempos de carga eran, sencillamente, inexistentes. Hablo, cómo no, de la dorada época de los 16 bits, y si se me apura también de los 8, aquella remota pero cercana era en que el rey indiscutible de los formatos era el cartucho, aquel romántico sistema de almacenamiento tallado en plástico, silicio y metal que nos enamoró a tantos durante tanto tiempo, terminando de cimentar lo que empezaron las cassettes y disquettes en aquellos imberbes tecnómanos que vinieron al mundo con la recién estrenada democracia, el amanecer de la Movida Madrileña... y la invención de los ordenadores personales, claro.
Decidirse por echar una partida a un juego y esperar a que el mismo estuviese listo terminándose el bocata de Nocilla o viendo los últimos minutos de Dragon Ball era cosa común en el comienzo de los tiempos. Las primeras videoconsolas, propiamente dichas, que disfrutamos -la 2600 de Atari y sus clones- ya se sirvieron del cartucho como vía directa para mostrar sin más molestia que el consabido clic del encaje en la ranura los minimalistas títulos con que nos destetamos en esto del videojuego; pero éramos jóvenes, y el mundo acababa de abrírsenos a nuestros inexpertos ojos, y aquel primer acercamiento al privilegiado formato pasó ante nosotros como lo hicieron tantas otras cosas, desde el mando a distancia al VHS: asumiéndolo como lógicamente normal. Qué cosas... Apenas unos años antes aquellas "normalidades" habían sido el no va más de la revolución tecnológica -qué pensarán del Wiimote y el Bluray las generaciones venideras-, y nosotros las encajamos como parte necesaria del entorno. El caso es que no sería hasta mucho después, cuando ya el videojuego empezó a describirse en términos de ocio, arte y futuro, cuando apreciamos retroactivamente las ventajas de aquellas primeras incursiones plug and play que disfrutamos en los albores del ocio electrónico.
Con los últimos mordiscos al currusco del bocata comenzaba a sonar la melodía de Gominolas, engendrada en chips monotonales y parida por altavoces integrados en el mismo teclado, anunciando el final de la carga -la primera de muchas, bastante a menudo- y el comienzo de la diversión. Pero las esperas, esos asumidos tiempos muertos, que cuales pausas dramáticas en el teatro servían de descanso al QAOP y a la vez aumentaban la tensión según se avanzaba en el guión -permítanme el sarcasmo- de la aventura, restaban tiempo efectivo de juego como lo hacen los balones fuera de banda y las faltas en el fútbol, y una tarde dedicada al Golden Axe de CPC o al Bubble Bobble de Spectrum eran mucho "Press Play then any key" y poco "dale al duende de los cojones que me ha quitado la pócima" o "déjame la zapata que tú ya llevas casi el EXTEND completo". Nos nos importaba, que conste, porque era lo que había... pero el inminente reinado que el cartucho estaba a punto de vivir nos haría verlo todo, ya por siempre, de otra forma.
¿Quién repara hoy día en el serigrafiado de un DVD? Lo más parecido a ser original al respecto que hemos vivido fueron los discos de negro reverso de la primera PlayStation, y comparativamente tampoco eran nada del otro mundo. El cartucho era arte, señores, o si lo prefieren, "pura artesanía". Cuando se diseñaba un nuevo sistema, decidir qué forma tendrían sus cartuchos era tan importante como cualquier otra cosa. Imagino al dibujante de turno frente a su hoja en blanco, trazando líneas armónicas que luego albergarían las ideas de otros, ya con ceros y unos, en forma de continente plástico. Ser responsable del diseño de algo tan reconocible como la consola misma, sin lo que la cual sería tan inservible como un libro sin páginas -que los sitemas oparativos, menús y aplicaciones multimedia aún no aguardaban tras el ON, de no haber insertado un juego en el puerto correspondiente. Uno ve un cartucho de NES, tan enorme y rectilíneo, y lo reconoce de inmediato, como lo hace frante a cualquier otro, desde Master System a Mega Drive o SuperNES. Y puede hasta identificarse el país para el que fue concebido, porque sus diseños también atendían a regiones de formato. Eran como las latas Campbell de Warhol: icónicos e irrepetibles.
El mimo despositado en su elaboración fue alcanzando nuevas cotas, empezando por las etiquetas indicadoras del título del juego en cuestión -las austeras pegatinas rojas de Master System dieron paso a artísticas ilustraciones repletas de colorido en los sistemas de 16 bits- hasta imposibles rediseñados de formas por necesidades físicas que imponían avances en hardware imposibles de implementar en unos sistemas limitados hermética y tecnológicamente. Me refiero a bizarrías tales como el cartucho con dos puertos para controladores extra que creó Codemasters para sus legendarios Pete Sampras Tennis y su Micromachines, el J-cart, que multiplicaba sin necesidad de usar el multitap las posibilidades de diversión de sus títulos. O el genial, precioso, y a mi modo de ver definitivo cartucho para MegaDrive de Virtua Racing, una cima tecnológica en la cima de la trayectoria del sistema que incorporaba el conocido como SVP (Sega Virtua Processor), un chip destinado a trasladar a los hogares la potencia 3D del mítico arcade homónimo de Sega. Lástima que su trayectoria fuera tan exigua como abultada la cifra del precio final del título.




Nintendo también se subió al carro de los chips gráficos tridimensionales con su Super FX, base del exitoso pero extraño Stunt Race FX, y su heredero, el Super FX2, que no sólo ayudó a calcular "astronómicas" cifras de polígonos al Cerebro de la Bestia, sino que multiplicó las virtudes gráficas de otros títulos como Super Mario World 2: Yohi's Island, donde las piruetas pixeladas del MD7 se veían secundadas por multitud de efectos de todo tipo y una apabullante paleta de colores gracias a la presencia del nuevo chip de la gran N.



Hasta en eso hubo guerra entre las dos potencias del videojuego del momento, enfrascadas siempre en sonoras escaramuzas publicitarias que trataban de vender sus productos desprestigiando a los de la competencia; legendarias campañas sobre todo en prensa impresa que deberemos agradecer eternamente a los responsables de marketing de Sega y Nintendo de mediados de los 90, etapa cumbre en la ascensión al reino de los cielos del ocio moderno del videojuego. Luego llegaría algún otro experimento como Sonic and Knuckles, una mezcla de cartucho y puerto de expansión que encontraba su razón de ser en el ensamblaje del mismo con otros títulos de la franquicia, a los que modificaba haciéndolos rejugables con nuevas fases y personajes. Demasiado ambicioso y mal ejecutado para tener el éxito que pudo haber merecido, supongo, pero en cualquier caso ya un último intento por usar el cartucho en pro de una mejora del formato físico que poco después llegaría, en su enésima potencia, con los dispositivos ensamblables definitivos: el Mega CD y la 32X. Pero esa es ya otra historia -bizarra igalmente, por cierto, cuando uno tiene la oportunidad de ver el montruo resultante de acoplar un Master System Converter a una Mega Drive, al que a su vez acopla una 32x, para finalmente insertar un Sonic and Knuckles con el Sonic 3 en la cumbre de la montaña... aterrador.



Mención aparte dentro de este repaso a un dispositivo único merece el capítulo Nintendo 64, un romántico sistema que decidió morir matando, que diríamos, al elegir el cartucho como soporte para sus títulos en una época que ya había abrazado totalmente al CD como formato definitivo. Huelga decir que Nintendo siempre se ha mantenido firme en su particular concepción del videojuego, con apuestas borderline que no siempre le han otorgado el éxito que hoy disfruta con su Wii y su DS, pero la que llevara a cabo con la versión comercial de la cacareada Ultra 64 fue quizás la más osada de las maniobras que el gigante nipón ejecutara hasta ese momento, justo en un punto de inflexión para el mercado donde la lógica de la evolución tecnológica aconsejaba todo menos una revisión de un formato que más que agonizar empezaba a oler a muerto, por mucho que los tiempos de espera del CD fuesen eternos y que otros sistemas como Saturn incorporasen simbólicas ranuras para cartucho -de expansión de memoria, casi exclusivamente- junto a sus lectores de CD.
Igual que el video acabó por matar a la estrella de la radio, el formato digital terminó por borrar del mapa al cartucho como vehículo de ocio electrónico. Las brutales cantidades de megas -eproms- que contuvieron los últimos cartuchos producidos para las vetustas consolas de 16 bits -meter en el mismo espacio que ocupaban los 4 megas del Sonic 1 los 40 del Super Street Fighter 2 no debió ser sencillo... salvo que el primero estuviese más vació una parroquia en Nochevieja- no consiguieron evitar la desaparición de un formato único durante cuyo reinado jamás tuvimos que entretenernos con nada más que no fuera jugar, jugar y jugar, gracias a los inexistentes tiempos de carga y lo cómodo de su almacenado y conservación -mis toneladas de viejos cartuchos, dormidos en sus bonitas cajas book-size, siguen funcionando tan bien como el primer día, en espera de tener otra vez su momento de gloria. Y aunque hoy los volcados a las memorias virtuales de los nuevos sistemas han reducido considerablemente las esperas entre fases o al principio de los juegos, la magia que destilaba el perfecto fluir de datos del cartucho al televisor a través de la consola que lo albergaba, esa perfecta unión entre elementos que hacía sentirlos como uno solo mientras se sucedían los pantallazos de créditos previos a la pantalla del título, jamás ha vuelto a darse en ninguno de los sistemas que desde entonces nos han acompañado en nuestras jornadas de diversión digital. Porque un cartucho, al cabo, no era sino una extensión desmembrada de la consola misma, una pequeña parte de sí que guardábamos con mimo en un lugar privilegiado, una entidad con "vida" propia de cuya importancia éramos conscientes más allá de los datos que descansaban, visibles casi para quien quierera acceder a las mismas, en sus entrañas.

Thursday, December 24, 2009

Chèri

Heme ahí. Próximamente en los mejores cines.


Thursday, December 10, 2009

Tales of Mystery and Imagination


No soy un gran experto en el género, ni puedo presumir de ser condescendiente con lo antiguo, lo rancio, lo que destila olor a naftalina o debe verse en blanco y negro. Y sin embargo hay veces en las que no queda otra que quitarse el sombrero y rendirse a la evidencia: el pasado esconde tesoros que merecen ser disfrutados sin prejuicos. Por eso el descubrimiento de The Alan Parsons Project -mérito como tantas otras influencias musicales añejas del Tío-, supone un hito cultural a nivel personal y una pausa obligada en la que reflexionar sobre lo que este grupo singular de rock progresivo supuso en los lejanos años 70 y los tumultuosos 80.
Cuando todavía resonaban los ecos del funk más genuino, las composiciones de rock clásico más auténticas y despuntaban tímidamente las formaciones de música electrónica basadas en sintetizador que en los 80 despegarían de forma definitiva, el grupo de Alan Parsons, Andrew Powell y Eric Woolfson maravilló al mundo con un género nuevo, un sonido antes nunca escuchado y una mezcla instrumental y vocal sublime donde se fundían los riffs de guitarra más puros con las bases electrónicas más atmosféricas de manera magistral. Aquel primer álbum, nacido en 1976, Tales of Mystery and Imagination, reconocido por la crítica como el mejor de cuantos luego pariría el "proyecto", marcó un antes y un después en el mundo de la música que hoy, treinta y tantos años después, sigue sonando tan bien como debió hacerlo entonces. Y además, conserva ese toque clásico, tan propio de todo lo nacido en los 70, que acaba por conferirle el carácter de atemporal.
El disco, formado por siete composiciones de distinto corte pero con un hilo conductor compartido, se inspira en la obra de Edgar Allan Poe para crear un universo sonoro casi hipnótico que recrea de modo muy personal relatos tan famosos como El cuervo, El tonel de Amontillado o El corazón delator. Precisamente fue El cuervo -The Raven- la primera de las canciones que pude oir del disco, y seguramente sea el reclamo perfecto para acercarse sin reparo a la obra del grupo, pues ese carácter iconoclasta de la misma se plasma en dicho tema de la mejor forma posible con el uso, por primera vez en la historia de la música, del llamado "vocoder", un trasto que sintetiza la voz humana convirtiéndola en un soniquete robótico al que hoy estamos más que acostumbrados, que ya suena a ciencia ficción arcaica, pero que entonces suponía un pequeño paso más dentro de la revolución musical que se avecinaba a pasos agigantados. Ah, y para redondear el conjunto, la voz de Orson Welles narrando pasajes de cada relato al principio de algunas de las pistas...
Si hacemos caso al mensaje que lanza Magnolia, la peli de Cruise y el director de Boogie Nights, las casualidades no existen. O si existen, deben formar parte de algún plan más grande. Pues bien, sucede que ayer moría el co-creador de The Alan Parsons Project, Eric Woolfson, justo el día en que servidor regalaba un vinilo del primer disco del grupo a don Javier de Pascual -de esos que se encuentran por Madrid rebuscando en vetustos cajones en vetustas tiendas del centro- que a su vez admitía tener la escucha de The Alan Parsons Project como asignatura pendiente. Podía haber ocurrido dos días antes, y la coincidencia habría pasado desapercibida. O podía haber elegido aquel disco de la ELO, y el bueno de Woolfson no habría encontrado hoy su hueco en el Corral. Pero todo se ha precipitado en apenas 24h, y no puedo evitar pensar que estas casualidades esconden algún mensaje misterioso, algún mensaje de misterio e imaginación que, quizás, deba ser descubierto escuchando, precisamente, a Poe y su obra, vistos por The Alan Parsons Project.