Saturday, June 23, 2007

Mi Cine en Casa (1): Atrapado en el tiempo


Ocurre a menudo que, llevado por la creativa mente de algún guionista, el cine consigue hacernos sentir identificados con sus historias hasta creernos parte activa de éstas, tanto o más que los propios protagonistas. Uno empieza a pensar como lo haría Hannibal Lekter cuando espera paciente en la cola de la charcutería, o entorna interesante la mirada al más puro estilo Yoda cuando recapacita sobre el consejo que dar a un amigo en apuros amorosos. La vida, en ese sentido, es puro celuloide virgen sobre el que desarrollar nuestras pequeñas esquizofrenias. Un espejo de dos caras que devuelve con frecuencia un reflejo deformado del reflejo fiel que el cine aspira a ser.
Mi retrato fílmico particular es un bucle cómico-dramático de ciento un minutos en el que el verdadero protagonista es la Rutina (sí, con mayúsculas). La repetición incesante y desquiciante de un mismo día hasta la saciedad que plasma al milímetro lo que viene siendo mi vida de un tiempo a esta parte: levántate a las 7:52, vístete y desayuna antes de las 8:06, coge el coche a las 8:14, suicídate a las 19:43… Y sí, amigos, también me despierto cada día con Sonny y Cher y su “I got you babe”. Los frikis somos así.
Harold Ramis, el enervante Egon Spengler de Cazafantasmas (doblado a la sazón por el igualmente enervante Federico Menescal, archiconocido en su casa), dirige un sketch multiángulo sobre la América profunda que ha convertido a Punxsutawney, Pennsylvania, en el icono de las costumbres surrealistas que inundan la tierra de las oportunidades. Uno ya no imagina un “costa a costa” en descapotable sin una visita a Gobbler’s Knob y su entrañable marmota Phil, la misma que cada 2 de febrero sale de su madriguera para pronosticar un invierno especialmente largo o una primavera adelantada, en función de si ve o no su sombra. Súmenle a semejante espectáculo un circo de rancios pueblerinos, y tendrán sin duda el mejor escenario para una pesadilla en la que verse atrapado sin escapatoria. Así lo refleja un grandioso Bill Murray (fenomenal como siempre Jordi Brau) en búsqueda constante del día perfecto que lo libere de semejante maldición. Para ello deberá aprender de memoria cada minuto de una jornada que acabará convirtiéndole (y jamás deja de asombrarme que todo ocurra de nuevo al caer la noche) en el hombre más popular del pueblo.
Una historia llena de impagables momentos (¿Phil? ¿Phil Connors? ¡Soy yo, Ned Rayerson!) al ritmo de la Polka de Pennsylvania que nos hace ver con otros ojos lo estándar de nuestras vidas. Quizás no tengamos una marmota que secuestrar con la que suicidarnos, o puede que jamás consigamos conocer a la perfección a esa chica de nuestro sueños (yo me habría tirado por el precipicio con la insufrible Rita/Andy MacDowell), pero sin duda todos hemos sentido en algún momento la angustiosa sensación de vernos atrapados en una vida rutinaria que ocupa un espacio mínimo en nuestra memoria, porque todos los días son el mismo. A mi al menos, me ocurre constantemente.

Sunday, June 10, 2007

Memorias de un voyeur


En el principio fue una palanca. Un tacto húmedo, recuerdo aún reciente de tantos otros Arturos en busca de su Excalibur, y un clic multidireccional con el que gobernarlos a todos y atarlos a las tinieblas, que diría aquél. Asir su fisonomía era volar. Gozar, creer, sentir, disfrutar… Todo al mismo tiempo, sin esfuerzo alguno. Un golpe seco a plomo en el fondo del cajón, y el viaje daba comienzo.
Recuerdo vívidamente nuestro primer encuentro. Estaba allí, en la penumbra de una sórdida esquina, radiante y provocativa, a partes iguales. Me dirigí hacia ella, algo temeroso ante lo desconocido, y me asomé al abismo de su luz. Lo que pude ver, mezcla de arte y tecnológica fantasía, escapa a las palabras. La mística conexión sináptica que tuvo lugar en aquel momento no se ha extinguido después de todos estos años. Le juré amor eterno, y cumplí.
Cada tarde (o cada mañana, que el tiempo entonces se medía de forma diferente) acudía a nuestra cita con lo imposible en la esperanza de llegar al final de la aventura con una sola bala en la recámara (rara vez la economía de juguete de mi bolsillo permitía un segundo intento). Los escasos pero intensos minutos que duraba nuestro intercambio (impensable hoy día) tenían su recompensa en la superación de la anterior marca, en el dominio de un nuevo movimiento o en el encuentro casual con algún item oculto. Al final, la suma de todo ello era el relajante pitillo “de después”, el regusto dulce del deber cumplido con quien me daba tanto placer a cambio de tan poco.
Una tarde, acabado mi turno, me quedé allí de pie, junto a ella, viendo como otro mejor y más hábil conseguía dejar mi record en nada sin despeinarse. Cabía pensar que en base a nuestra íntima relación, algo oscuro despertaría en mi al verla satisfacer a alguien que no fuese yo. Sorprendentemente no sentí celos, ni envidia. De pronto descubrí que mirar era casi tan gozoso como tomar parte activa en el juego (en el sentido amplio de la palabra). Observar las evoluciones mecánicamente perfectas o los tropiezos torpes de los demás me hacía sentir pleno, sin necesidad de más protagonismo. Me instalé en la segunda fila, para tener una perspectiva más amplia, y comprendí que los grandes maestros siempre hicieron del vouyerismo una herramienta indispensable.
A veces, cuando nadie miraba, daba un paso y me aferraba a ella. Deslizaba el metal en su interior y apretaba el botón, su botón. Una mágica sinergia nos conectaba brevemente y después, de nuevo, retrocedía a mi habitual segundo plano. Sólo buscaba sentir que aún era capaz de hacerla mía y que la llama que nos había unido en un primer momento seguía viva.
El tiempo la vistió de mil formas distintas. Siempre apetecible y atractiva, supo evolucionar de modo que jamás le faltaran pretendientes. Los parcos ornamentos iniciales, sus escasos atributos y sencillas formas con los que un día se bastó para atraernos a todos, se adaptaron a las necesidades de cada momento y época hasta convertirse en el icono de lo perfecto. Nada había más allá de su presencia, cautivadora, vanguardista, única. Y un día, de pronto, cuando se erguía orgullosa en la cima de su estrellato, comenzó su declive. La sombra amenazante que había ido creciendo en los hogares de aquellos que una vez le profesaran incondicional pleitesía, se había precipitado sobre su reino robándole de golpe todo el protagonismo que siempre había tenido. Y así, desde mi segunda fila, la vi desaparecer progresivamente, rompiéndome el corazón en mil pedazos.
Después, me abandoné al placer rápido y fácil del pad, el cartucho y el CD. Deambulé durante años entre colosales aventuras épicas de decenas de horas de duración, fastuosos mundos tridimensionales de aplastante hiper-realismo y argumentos ambiciosos con finales de película. Añoraba mi cómodo segundo plano y la agradable sensación de disfrutar oculto del esfuerzo de otros. Y justo cuando creía que jamás volvería a verla, ocurrió.
Ahora me encuentro aquí, junto a ella en esta penumbrosa sala de mi apartamento de 40 metros, mirándola fijamente como lo hiciera tantas otras veces. Y mientras espero pacientemente la partida de algún otro que no llegará jamás, la observo, inmóvil, y le juro amor eterno.

Friday, June 01, 2007

Felicidades, Don Mollinno...

Mi "familia", la de verdad, la que unen la confianza y el respeto...escasea en miembros. Los mas allegados gozan del privilegio de mi amistad porque saben devolverla en su justa medida. Alguien dijo una vez, "Amistad y dinero...agua y aceite". El dinero no es, por fortuna, una cuestión de importancia. Así que el aceite desaparece, y todo es agua. Todo fluye. Quince años después (se dice rápido), todo sigue fluyendo.
Estas calles de la vida, salpicadas de la violencia del quehacer diario, sus tiros a traición y sus inesperadas cabezas de caballo, nos han hecho más fuertes. Nada ha conseguido perturbar la estabilidad del clan, y la esencia de aquel primer instante permanece intacta en nuestro particular Chicago.
Algunos nos fuimos y volvimos. Otros marcharon y no volverán jamás. Los más, esperan el tren de regreso a casa en las escaleras de Union Station mirando inquietos a su alrededor mientras nosotros, la Familia, respiramos tranquilos porque sentimos la seguridad de tenernos los unos a los otros. Siempre ahí, dispuestos a hacer una visita nocturna al abogado de turno, a lastrar con cemento los pies de algún soplón sobre el lago Michigan, o a escuchar las penas de nuestras vidas asidos a una cerveza...que al final todo es lo mismo.
Me alegro mucho, señor, de acercarme al abismo de los 30 a su lado, como el primer día. Acariciamos el gato de la nostalgia unidos en recuerdos de 8 bits y cintas de VHS, y siempre hay un guiño para alguna gala de los Oscar perdida en la noche de los tiempos. Somos lo que somos. Una gran Familia. Felicidades, chiquet. Y ahora, voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar...
¿Te hace una partida a la maca?