Saturday, July 30, 2011

Stroh 80: Real Bottled Shit

No haré yo aquí ni ahora apología del alcoholismo, por más que mi vida, como la de tantos de vosotros -si no todos-, haya discurrido en gran medida de la mano del alcohol desde que la adolescencia irrumpiera con su habitual osadía necia en mi hasta entonces expediente etílico sin mácula. Pero el caso es que junto a él, gracias o pese a su efecto, vivimos momentos inolvidables para lo bueno y para lo malo, memorables instantes de absurda deshinibición que acabaron por grabarse a fuego en mi memoria -en la medida de lo posible dadas las circunstancias concurrentes- y a los que recurro una y otra vez cuando de recordar los tiempos que se fueron y nunca han de volver se trata: el Maestro y sus profecías tributarias; los "Mendozas" y los "Onslaught" de Don Chupito; el gol de Pedja; La Otra Realidad; las ristras de fotos en los bajos del estadio... y, en fin, un millón de instantes que son parte de mi y de muchos de vosotros, siempre asidos al noble vidrio -o plástico, según escena- de atontante contenido líquido creador de felicidad.
Decía que no es mi intención ensalzar al alcohol, y no lo haré, que tan responsable de buenos recuerdos es como lo es de algunos menos entrañables. Si hoy la memoria de las bebidas espiritosas llena estas líneas es por uno de sus más particulares representantes, uno de esos brevajes imposibles que nunca podía faltar en el antro de turno, y al que se recurría por lo general al final de la velada, cuando el agilipollamiento era ya tal que un último trago de lejía no habría variado mucho los detalles del conjunto. Era el salto al vacío de los irresponsables que fuimos, la carrera en direcciones opuestas por ver quien se echaba antes a un lado de aquellas esponjas inconscientes de finales de los 90, y el brindis de fuego al amanecer de una generación que, por suerte, no conocía más vicio que el puntual atragantamiento graduado del sábado noche, muy lejos en cualquier caso de las ingestas incontroladas de los actuales adolescentes.
Hablo del Stroh 80, una sombra tostada a la que no nos atrevíamos a mirar directamente a los ojos hasta que los niveles etílicos nos infundían la valentía e insensatez necesarias. Aquella bebida de insoportable sabor y gradación extrema con la que simular no sentir nada tras ingerirla era sencillamente imposible, y que muchos se negaban a probar más por lo desagradable de su paladar que por el insano volumen etílico que se dejaba manifiestamente claro en el nombre mismo de la pócima, bien ilustrado para no inducir a engaños en su simple pero acojonante etiqueta.
Hoy, tantos años después, las neuronas que todavía sobreviven -¡bien por vosotras!- al paso del tiempo y la cada vez menor ingesta alcohólica, han traído a mi mente al insufrible licor por vaya usted a saber qué motivos, y una sencilla búsqueda googeliana ha revelado algo sobre el Stroh que desconocía, y que devuelve tras tanto tiempo cierta dignidad a un producto maldito durante lustros. Parece ser que el Stroh 80 -no llegué a conocer nunca a sus hermanos menores, el Stroh 40 y el 60- no es sino una variedad de ron -sí, ¡ron!- austriaco especiado, cuyos orígenes se remontan a 1832, cuando un tal Sebastian Stroh decidió mezclar ciertos derivados de la melaza de caña de azúcar -la caña de verdad era por lo visto imposible de conseguir por aquel entonces en la zona- con una base diluida de etanol al 80% de volumen. Puritita mierda aromatizada con la que los austriacos podían haber propulsado el Delorean de 1885 en el lejano oeste, oiga. A ello le añadió una mezcla de especias de su invención, y nació el Stroh que conocemos, hoy algo menos vomitivo gracias a la utilización -qué detalle- de caña de azúcar real en su elaboración.
El Stroh 80... Durante una época referente de cuyo nombre muchos huíamos como de la mismísima peste hasta que su canto de sirena silencioso nos atraía a la barra de turno, servido ya en minúsculos pero insondables chupitos mediante los cuales habíamos de demostrar nuestra valía... Lo bebimos, arrugamos la expresión hasta parecernos al añorado Fary, y sobrevivimos. Ni siquiera vomitamos. Los efectos de aquello sólo dios los sabe. La única cosa cierta a día de hoy sobre lo que significó el Stroh 80, es que su huella imborrable nos impedirá a muchos volver a probarlo jamás. Tal era su efecto en boca, ni soumillers ni hostias... El Stroh 80 -o "Strong" 80, como algunos, no faltos de cierta razón, le llamaban-, aquella botella de pequeño tamaño y sencillas formas, que escondía tras su color ocre como el ocaso una metáfora de sus efectos sobre nuestros irresponsables y osados cerebros adolescentes.


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