Sunday, June 10, 2007

Memorias de un voyeur


En el principio fue una palanca. Un tacto húmedo, recuerdo aún reciente de tantos otros Arturos en busca de su Excalibur, y un clic multidireccional con el que gobernarlos a todos y atarlos a las tinieblas, que diría aquél. Asir su fisonomía era volar. Gozar, creer, sentir, disfrutar… Todo al mismo tiempo, sin esfuerzo alguno. Un golpe seco a plomo en el fondo del cajón, y el viaje daba comienzo.
Recuerdo vívidamente nuestro primer encuentro. Estaba allí, en la penumbra de una sórdida esquina, radiante y provocativa, a partes iguales. Me dirigí hacia ella, algo temeroso ante lo desconocido, y me asomé al abismo de su luz. Lo que pude ver, mezcla de arte y tecnológica fantasía, escapa a las palabras. La mística conexión sináptica que tuvo lugar en aquel momento no se ha extinguido después de todos estos años. Le juré amor eterno, y cumplí.
Cada tarde (o cada mañana, que el tiempo entonces se medía de forma diferente) acudía a nuestra cita con lo imposible en la esperanza de llegar al final de la aventura con una sola bala en la recámara (rara vez la economía de juguete de mi bolsillo permitía un segundo intento). Los escasos pero intensos minutos que duraba nuestro intercambio (impensable hoy día) tenían su recompensa en la superación de la anterior marca, en el dominio de un nuevo movimiento o en el encuentro casual con algún item oculto. Al final, la suma de todo ello era el relajante pitillo “de después”, el regusto dulce del deber cumplido con quien me daba tanto placer a cambio de tan poco.
Una tarde, acabado mi turno, me quedé allí de pie, junto a ella, viendo como otro mejor y más hábil conseguía dejar mi record en nada sin despeinarse. Cabía pensar que en base a nuestra íntima relación, algo oscuro despertaría en mi al verla satisfacer a alguien que no fuese yo. Sorprendentemente no sentí celos, ni envidia. De pronto descubrí que mirar era casi tan gozoso como tomar parte activa en el juego (en el sentido amplio de la palabra). Observar las evoluciones mecánicamente perfectas o los tropiezos torpes de los demás me hacía sentir pleno, sin necesidad de más protagonismo. Me instalé en la segunda fila, para tener una perspectiva más amplia, y comprendí que los grandes maestros siempre hicieron del vouyerismo una herramienta indispensable.
A veces, cuando nadie miraba, daba un paso y me aferraba a ella. Deslizaba el metal en su interior y apretaba el botón, su botón. Una mágica sinergia nos conectaba brevemente y después, de nuevo, retrocedía a mi habitual segundo plano. Sólo buscaba sentir que aún era capaz de hacerla mía y que la llama que nos había unido en un primer momento seguía viva.
El tiempo la vistió de mil formas distintas. Siempre apetecible y atractiva, supo evolucionar de modo que jamás le faltaran pretendientes. Los parcos ornamentos iniciales, sus escasos atributos y sencillas formas con los que un día se bastó para atraernos a todos, se adaptaron a las necesidades de cada momento y época hasta convertirse en el icono de lo perfecto. Nada había más allá de su presencia, cautivadora, vanguardista, única. Y un día, de pronto, cuando se erguía orgullosa en la cima de su estrellato, comenzó su declive. La sombra amenazante que había ido creciendo en los hogares de aquellos que una vez le profesaran incondicional pleitesía, se había precipitado sobre su reino robándole de golpe todo el protagonismo que siempre había tenido. Y así, desde mi segunda fila, la vi desaparecer progresivamente, rompiéndome el corazón en mil pedazos.
Después, me abandoné al placer rápido y fácil del pad, el cartucho y el CD. Deambulé durante años entre colosales aventuras épicas de decenas de horas de duración, fastuosos mundos tridimensionales de aplastante hiper-realismo y argumentos ambiciosos con finales de película. Añoraba mi cómodo segundo plano y la agradable sensación de disfrutar oculto del esfuerzo de otros. Y justo cuando creía que jamás volvería a verla, ocurrió.
Ahora me encuentro aquí, junto a ella en esta penumbrosa sala de mi apartamento de 40 metros, mirándola fijamente como lo hiciera tantas otras veces. Y mientras espero pacientemente la partida de algún otro que no llegará jamás, la observo, inmóvil, y le juro amor eterno.

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