Sunday, May 09, 2010

El fin

Los días anteriores cierto nerviosismo se había hecho palpable entre los dirigentes del campo. A menudo posiciones que antes nunca habían permanecido desocupadas, aparecían desprotegidas durante largos espacios de tiempo; las miradas de los guardias no emanaban la habitual suficiencia y desprecio, y una incertidumbre latente parecía adivinarse en el fondo de sus siempre fríos ojos; los altos mandos iban de un lado a otro, en rápidos paseos que se repetían muchas veces al día, entre los barracones de los oficiales, dejándose ver mucho más de lo que era costumbre... La perfecta rutina, cuadriculada y totalmente planificada del campo, en definitiva, se estaba desmoronando como un castillo de arena que amenaza con deshacerse ante la subida de la marea.
El quinto día del mes de mayo, en plena primavera y bajo un sol radiante que en otras circunstancias no habría supuesto un especial motivo de alegría, las humeantes chimeneas de los hornos crematorios dejaron de contruir sus columnas grises y sombrías en el azul del cielo infinito, única conexión durante tantos años entre el interior del recinto y el mundo que afuera seguía girando incansable, pese a todo. Los últimos soldados alemanes, ésos que la noche anterior ni en los días que precedieron a aquella mañana radiante quisieron o pudieron abandonar el lugar, parecían más ocupados en recoger sus pertenencias, como quien se prepara para un largo viaje a un destino incierto, que en vigilar a la aún ingente población de internos que entre incrédulos, asustados y esperanzados observaban la escena casi surrealista en que se había convertido su lúgubre morada.
Un rumor quedo se hizo de pronto audible en la lejanía, como un susurro ronco que emitieran las montañas grises sobre las que se dibujaba en un quebrada línea difusa el horizonte. Los guardias detuvieron su afanosa tarea, y dirigieron su mirada perdida hacia el verde entorno del paisaje, esperando expectantes, como el perro que marca el escondite de una presa y se queda inmóvil aguardando su aparición. Un instante después, cuando ya era evidente que el sonido era el de un convoy de vehículos que se aproximaban al campo, un aparente caos se apoderó de todos ellos, y la hasta entonces organizada labor de acumulación de enseres dio paso a una agitación informe en la que cada cual hacía la guerra por su cuenta: unos tomaron unos pocos enseres, alguna maleta o bolsa de viaje más o menos liviana, y se lanzaron prestos hacia las puertas del perímetro exterior, gritando a sus compañeros al cargo de las barreras para que las levantasen y les dejaran abandonar el recinto; otros, sencillamente rompieron a llorar, entre gemidos patéticos e inconexas palabras en alemán, sabedores de que sus días de gozo habían tocado a su fin; y los que aún conservaban algo de diginidad, mayormente los altos mandos que, pocos, todavía quedaban en el lugar, dieron por terminadas las labores de pertrecho y se acomodaron en el interior de sus vehículos con intención de abandonar la zona a la mayor brevedad posible.
La llegada de los carros blindados, motocicletas, coches y los numerosos camiones del ejército aliado fue el amanecer tardío más hermoso que jamás vieran los supervivientes del campo de concentración de Mauthausen. El desfile de los soldados que habían acabado con el tercer Reich al abrirse paso por las oscuras alambradas del campo, último destino de tantos miles de hombres, mujeres y niños durante la mitad de una década, supuso el final de una pesadilla personificada en el deplorable aspecto raquítico y la expresión de desolación absoluta que se advertía en los que tuvieron la suerte de asistir al mismo. Y mientras sus salvadores daban cuenta de los carceleros que no pudieron huir a tiempo, o ayudaban a los más débiles a subir a los camiones que los sacarían para siempre del infierno en el que vivieron el episodio más triste de la historia del mundo, unos pocos, desde el dintel de la puerta de su barracón, amontonados como podían para no perder detalle del esperado momento, izadas las banderas republicanas donde antes ondeaban las del nazismo, intercambiaron miradas y se dijeron, con abundantes lágrimas en los ojos y en un perfecto español, que lo peor había pasado, y que el momento de volver a casa estaba, al fin, un poco más cerca.
Mauthausen fue el destino de 7.500 españoles entre 1940 y 1945, en su mayoría republicanos que huyeron de España durante los últimos meses de la Guerra Civil, o que formaron parte de la resistencia activa al movimiento nazi o a las fuerzas franquistas en Francia. Aunque la liberación de los supervivientes el 5 de mayo de 1945 supuso un soplo de optimismo para todos ellos, y el sueño de regresar pronto a una España libre ya de la dictadura, muchos tuvieron que buscar asilo en otros países durante décadas, abierta la herida de su oposición al régimen como estuvo durante todo la vida del general Franco.
Se calcula que en torno 300.000 personas pudieron morir en el campo durante el tiempo que estuvo operativo.

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