Wednesday, November 19, 2008

Camuflaje métrico

Martes. Dieciocho de noviembre. Ocho y media de la mañana. Línea 6, Guzmán el Bueno, andén 1. Tercer vagón. Decenas de personas se precipitan en su interior como autómatas, en una mecánica rutina diaria camino de sus aburridas ocupaciones laborales. El que firma la presente, también. Entro al vagón. Me acomodo en un escorado lugar junto a la puerta, y me agarro a la barra, templada aún tras los minutos que la asió su anterior inquilino. Las grises miradas y los grises semblantes de la concurrencia se diluyen entre las grises ropas invernales. Todos son la misma persona, una informidad humana que viaja silenciosa al compás del traqueteo de la máquina. Las puertas se cierran, el tren comienza a moverse, y yo clavo la mirada en la ventanilla, observando el andén en movimiento que poco a poco va quedando atrás.
Luego llega el túnel. Las luces del vagón sólo permiten atisbar fugaces insinuaciones de cables y canaletas, pero yo ya estoy mirando indiscretamente el reflejo de mis compañeros de viaje. Sólo durará unos minutos, pero es imposible no dirigir alguna furtiva mirada a los rostros de los que como yo comparten tan anodino trayecto cada mañana. Y de pronto... zas. No puede ser. Clavo los ojos en el tipo que ocupa la barra contigua, la del otro lado de la puerta. Qué coño. ¡Es él! Abrigo oscuro, auriculares blancos -¿un ipod, quizás?-, pantalones grises como de traje -algo demodé, todo hay que decirlo-, zapatos formales de cuero negro, gafas de pasta blanca y negras, pelo lacio y tez pálida. No cabe duda, es el puto amo. Es Joaquín Reyes.
Miro alrededor. Nadie parece haberlo descubierto, entre el gris general. Giro la cabeza y trato de mirarle directamente a los ojos. Él los tiene cerrados: escucha su música y piensa en que estaría mejor en la cama. Cuatro Caminos. Abre los ojos y se asegura de que aún no está en su parada. Pero ya no los cierra. Desde mi ángulo sólo puedo verle bien la cara cuando el tren está en el túnel, gracias al reflejo, así que espero ansioso que el convoy eche de nuevo a andar para poder seguir asimilando que no es un espejismo mañanero producto del sueño que acumulo tras una noche parca en horas de cama. De nuevo movimiento, y de nuevo reflejo. Sigue siendo él.
Ahora clavo la mirada ya nada discreta en el fenómeno chanante. Pienso en llamar a Javi, despertarle y decirle que lo tengo al lado, y que podría pasar por cualquiera dentro de ese vagón invisible de la línea 6. Luego imagino el móvil sonando de improviso -o no- con un mp3 de "Estoy fatal de lo mío" y a Joaquín girándose para decir "Buen gusto, sí señor" o hacer una mueca. Pero qué cojones, son las 8 y media, el tío va medio sopa, y lleva los cascos puestos.
Nuevos Ministerios. Mi destino. Hago ademán de bajar esperando a que él mueva ficha y también lo haga en esta parada, pero ni se inmuta. Me apeo, y comienzo a andar entre el gentío por el andén, tratando de controlar el tren mientras se pone en marcha para verlo una vez más, para asegurarme por última vez de que he viajado durante dos paradas a metro y medio del manchego más universal -con permiso del Almodovar ese-. Pero la marea humana me arrastra, y cuando el tren pasa veloz a mi lado no consigo volver a verle.
Seguro que acabó llegando a su parada en ese anonimato gris del que hacía gala en el vagón. Del que hacía gala todo el vagón. Perfectamente camuflado, como un mortal más, entre la masa humana que se arrastra cada día camino de sus aburridas y grises ocupaciones, uno de los pocos personajes que dan color a la vida de muchos con la suya. Muchos, como yo.




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