Wednesday, November 05, 2008

Mis aventuras del Capitán Alatriste (1)


El alba rompía sobre los chapiteles del Alcázar Real cuando Alatriste arribaba a los soportales de la Plaza Mayor. Desde que abandonase el cobijo de su aposento donde la Lebrijana, las sombras de las callejas de la Cava Baja habían servídole de refugio ante posibles emboscadas, el solo ruido de su herreruza en la vaina resonando como campanilla de monaguillo en el silencio de la noche. El chapeo, calado hasta las cejas, y el embozo de su capa, le confiaban el anonimato necesario para tal empresa. Había sustituido las viejas botas de soldado por unas más discretas abarcas, y la guipuzcoana descansaba sobre su riñonada izquierda en espera de ser asida si los naipes empezaban a venir jodidos.
Un tenue farolillo de sebo tintineaba junto a la imagen de un santo, dibujando el contorno de una figura que se arrebujaba contra la pared en un intento por pasar desapercibida. Acercósele el capitán despacio, la mano apoyada discretamente sobre la cazoleta de su tizona, y la figura alzó la mirada para cruzar sus ojos con el glauco refulgir de los de Alatriste. El bravo lucía abundante mostacho sobre el belfo, a la usanza borgoñona, uniendo patillas en una continua línea generosa de negruzco vello. Una cicatriz sobre el ojo izquierdo le confería un mirar taciturno que a poco podría haberse confundido con un desplante. Para su suerte, Alatriste conocía al rufo, y lejos de cruzar aceros, los dos hombres, a un medio hablar que era más bien susurro, comenzaron a cruzar palabras.
-A fe que sois sigiloso, capitán -dijo el hombre.
Alatriste no respondió. Sus grises ojos se clavaban inmóviles sobre los del tipo, el perfil aguileño realzado por las sombras que proyectaba, cada vez más débiles ante la creciente luz del alba, el farolillo sobre sus cabezas.
-Voto a tal -añadió como para sí-, que lo que me contaron de vuestra merced no desmerece un ardite lo que mostráis en persona.
-Al grano -remató Alatriste, indiferente.
El hombre se removió inquieto en su herreruelo, húmedo del relente de la noche, y pudo oirse sonar de abundante hierro bajo su capa. Luego se irguió, dejando entrever el relucir de una pistola a la diestra del cincho, y haciendo ademán de ponerse en movimiento, se dirigió de nuevo al capitán.
-Hay un mesón en la calle de las Ánimas que quizá conozca -deslizó las palabras mientras echaba a andar sobre el empedrado del soportal-. El del Lobo, le llaman. Nuestro hombre nos aguarda allí.
El bravo ya sacaba un buen trecho a Alatriste cuando las palabras morían en su boca, así que éste emprendió el paso tratando de darle alcance, mientras resonaba en su cabeza el nombre del mesón que el otro había mentado sin tan siquiera esperar su reacción. El del Lobo. Un lugar obscuro, y no sólo por la escasa luz que su corrala cobijada por un sucio techado de chamizo dejaba entrar en las estancias que la rodeaban, sino por la concurrencia que de diario lo frecuentaba, todos amigos de Don Pedro Ximénez y el clarete de Peñascal. Tiempo atrás, a su regreso del asalto de Ostende, aquél había sido punto de reunión de viejos camaradas del frente, pero Alatriste nunca había gustado de sus habituales, todos de excesiva facilidad en lucir toledana y propensos a despachar por la posta sin decir esta boca es mía.
El lorenzo se elevaba ya por encima de los tejados de Madrid, proyectando largas sombras oblicuas sobre las estrechas calles mal empedradas, y mientras algunos gallos cantaban sus coplas mañaneras aquí o allá, la Villa y Corte se desperezaba lentamente en nuevo día que, aunque soleado, prometía ser bastante frío. El hombre, de andares recios y largos pasos, recorría las vías decidido, casi como si desfilase bajo los estandartes del cuarto Felipe en terreno enemigo, tras alguna victoria de postín, en dirección a la calle de las Ánimas. Alatriste lo seguía de cerca, pensativo pero alerta, rumiando muy por lo menudo si después de todo aquel individuo de aviesa mirada que don Francisco de Quevedo le había presentado la tarde anterior era de fiar. Más le vale, pensó, o se verá con dos palmos de acero entre pecho y espalda antes de saber por dónde le llueven las mojadas.
-Si no tiene inconveniente vuesamerced -dijo el rufo deteniéndose frente a la puerta del mesón-, yo le esperaré aquí afuera. Hay ciertos caballeros dentro que no guardan muy buen recuerdo de mi persona, vive dios.
Alatriste dirigió una rápida mirada al interior del lugar desde su posición. Un murmullo de voces y algún rasgueo de guitarra llegaban hasta la calle.
-Como puede escuchar -prosiguió-, los días no empiezan ni acaban en este sitio más que cuando cae uno víctima del mal de Baco.
Soltó después una risotada que movióle el mostacho arriba y abajo mostrando una hilera de negros dientes mal tirados, y al cabo entregó al capitán una bolsa de cuero negro que extrajo del gastado jubón.
-Diríjase a Martín Lopos, el mesonero, y pregunte por un tal Sangonera. Luego entréguele la bolsa y escuche lo que éste pueda contarle. Yo estaré por aquí rondando, si necesita cualquier cosa.
Luego, sin mediar más parla, alejóse el hombre con el mismo andar que mostrara camino del mesón del Lobo, y Alatriste, acariciando casi instintivamente el puño de la espada, se internó en la oscuridad del portal como quien cruza un patíbulo del Santo Oficio, no por voluntad propia, pero resignado al cabo.

No comments: