Tuesday, July 01, 2008

La noche del oráculo


Cuando terminé El libro de las ilusiones, a la sazón la obra más reconfortante de cuantas escritas por Paul Auster había leído, decidí hacer una pausa en mi particular maratón por su literatura. No es, ni mucho menos, que ésta hubiese ido perdiendo enteros conforme avanzaba mi conocimiento de la misma, ni que el cansancio hubiera hecho acto de presencia en mi ánimo, hasta ese momento enteramente dispuesto a ahondar tanto como fuera posible en las letras del hombre de New Jersey. No. Sencillamente quise darme una tregua, un respiro reparador que me impulsase, llegado el momento, a una nueva voluntad devoradora de su obra. Y dicho momento llegó, hace escasos días, con La noche del oráculo, la penúltima parada en la colección de títulos monoautoría que desde hace meses -años, si contamos la primera lectura de El Palacio de la luna- disfruto.

Un hombre burla a la muerte para enfrentarse a la vida. Como excusa argumental, seamos honestos, no resulta un dechado de originalidad. Pero las ramificaciones tejidas desde ese núcleo son las que conforman la verdadera razón de ser de La noche del oráculo. Porque para Auster, y a estas alturas imagino que los que hayas seguido mis comentarios sobre su obra u os hayáis atrevido a sumergiros en ella ya lo sabréis, de la sencillez aparente crece una tupida malla argumental que a la postre da forma a historias profundas y maravillosamente narradas. En ocasiones dicha profundidad trasciende al propio texto para dejar que sea el lector quien junte las piezas mediante las que se entretejen reflexiones, giros inesperados y puntos de vista extremos sobre las más vacuas realidades cotidianas. Así, de lo sencillo surgen tramas intensas, a veces desconcertantes, que sin embargo nunca abandonan la senda de la lógica y la sensatez para caer en el terreno de la fantasía. Precisamente por eso, porque no necesita tocar lo imposible para dar empaque a sus novelas, Auster resulta un autor tan creíble como los personajes que crea, si bien siempre reserva una porción de sus artimañas novelísticas a la casualidad y al azar, a menudo íntimos compañeros de los protagonistas de sus historias.

Confluyen de nuevo en esta ficción que es La noche del oráculo los elementos característicos de la práctica totalidad de la obra austeriana, como era de esperar. Nueva York, siempre protagonista de fondo, silencioso personaje que lo observa todo, es el marco ideal para que un escritor -otra vez figura central del reparto actoral del libro- se enfrente a sus miedos como profesional y como persona, toda vez superada una difícil enfermedad. Una carrera literaria que amenaza la espada de Damocles de la economía, un feliz matrimonio que se tambalea de pronto sin razón aparente, un exitoso autor que busca la felicidad emocional fuera de su desastrosa familia... La suma de cada elemento es tan valiosa como cada uno de los mismos. Delicioso resulta igualmente el uso del metatexto que en la La noche del oráculo Auster lleva a cabo, con una historia dentro de otra historia -y aunque esbozada, también una tercera en cierto pasaje-, tan interesantes todas como la que traza la espina dorsal del libro. Para nuestra desgracia, las muñecas rusas de menor tamaño no se presentan de forma completa, y nos vemos obligados a desear una conclusión que nunca llega para unas historias que bien podrían haber sido otra novela en sí mismas.

Finalmente están las implicaciones emocionales, pilar fundamental de todas sus novelas, que en ésta se tornan decisivas para el devenir del argumento. Que las relaciones humanas son complejas no es nada nuevo, pero cuando se nos sitúa en la posición del espectador, del curioso transeúnte que se detiene frente al escaparate de la vida de otros, dicha complejidad se torna interés -más aún si los observados se enfrentan al puñal del implacable destino y sucumben a su embite, cosa por otra parte inevitable en última instancia. Los personajes de Auster se muestran desnudos, libres de máscaras que oculten su interior, y permiten así al lector entender la complejidad de sus pensamientos y emociones, al tiempo que le llevan a identificarse con ellos, por muy ajena que su realidad pueda resultarle. En La noche del oráculo los sentimientos son el motor del universo que se nos muestra, y en ellos se asienta cada escena para justificarse y justificar su conexión con la siguiente. Desde el amor a la tristeza, pasando por el odio, la desidia, el pesimismo, la frustración, el miedo, el deseo, la hipocresía o la esperanza, todo tiene cabida en su trama. Pero teniendo en cuenta que ésta no es sino un reflejo de la realidad misma, acaso dicho apunte resulte poco menos que innecesario.

Y finalmente, una reflexión mágico-lingüística, ¿pueden las palabras ya no sólo anticipar los acontecimientos sino provocarlos? ¿Cuál es la fuerza del mensaje escrito? Si consideramos que el espacio tiempo es un continuo, y podemos escribir sobre lo pasado desde el presente reflejándolo de forma fiel, ¿no podemos acaso hacer lo mismo sobre lo que está por venir estableciendo así un vínculo cuasi profético entre el hecho y su reflejo escrito? Sí, como algunos ya habréis acertado a observar, el rol del escritor pasaría así a solaparse con el del profeta, el del vidente... o el del oráculo. Con ese pensamiento se cierra el círculo, y se justifica el título de una obra magnífica que vuelve a ponernos en la brecha del disfrute de Paul Auster. Y no uso el plural de forma mayestática: si aún no habéis dado el paso, estáis tardando. Cuando os decidáis a hacerlo, su obra os habrá atrapado irremisiblemente.

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