Wednesday, January 23, 2008

El país de las últimas cosas


Supongamos un mundo que agoniza. Sí, ya sé que el nuestro lo hace, pero por un momento imaginemos uno en el que hasta los más básicos elementos de la sociedad se tambaleasen precariamente. No hablo del tercer mundo, de ese lamentable "otro lado del espejo" en el que las sociedades occidentales nos reflejamos para ver lo altos y apuestos que somos. No. Hablo de una sociedad decadente en la que nada se diese ya por supuesto, en la que cada día fuese una nueva oportunidad de sobrevivir a lo inevitable, donde lo que un día fuera floreciente y vanguardista hoy sólo sea un recuerdo sombrío lleno de pesimismo y desesperanza. Ése es el mundo que Auster pinta con palabras en la obra que nos ocupa, a la sazón la sexta que devoro en mi afán por conocer cada vez más al novelista americano. Y en ese mundo que expira con cada nuevo amanecer tiene lugar una de las más maravillosas historias a cuantas el que suscribe ha podido tener acceso. Así de simple.
Todo comienza con una búsqueda, física, tan recurrente dentro de la obra de Auster. A estas alturas parece evidente que tales periplos no son sino una metáfora introspectiva de los personajes que tan sutilmente traza el autor, un ardid argumental del que servirse para excavar en lo más profundo de sus sentimientos, permitiéndonos así llegar a entender realmente el porqué de sus actos, de sus miedos, de sus anhelos. Acaso no sea también una excusa para sumergirse él también, el propio Auster, en alguna búsqueda freudiana de su propio yo. Quién sabe, aunque eso queda para otro análisis individualizado. Desde ahí, desde la búsqueda que decíamos, comienza a construirse el decorado de un texto lleno de incógnitas que al final pueden resumirse en una sola: ¿qué país es éste? Obviamente, la respuesta es "ninguno", pero también podría ser "todos", por cuanto la deformación extrema que Auster ejecuta de todo aquello que define hoy el mundo en que vivimos sería de aplicación a cualquiera de los muchos paisajes urbanos que nos rodean, a poco que las circunstancias fueran las apropiadas. Y, admitámoslo, parece que lo que nos separa de tal estado no está tan distante como cabría pensar. Da miedo sólo planteárselo...
Estructuralmente, el libro juega como de nuevo suele ser habitual en la obra de Auster con el concepto de "metatexto". Entre aquellos elementos auterianos que ya no sorprenden -por recurrentes- éste es sin duda uno de los más definitorios de su estilo. Las muñecas rusas a las que recurre en más de una ocasión para justificar la omnisciencia del narrador son además una forma de aportar verosimilitud a un texto que aspira, por autobiográfico, a permanecer más allá de su lectura como un eco interior que nos haga plantearnos cuán cercanos estamos nosotros de las experiencias de los personajes. Para la ocasión, Auster se sirve del diario, o cuaderno de campo, que recoge las vivencias de una joven que se embarca en una aventura desesperada por recuperar a su hermano perdido. A su vez, como las primeras páginas de la obra muestran -más adelante tal presencia desaparece totalmente-, las palabras de la joven nos vienen dadas de boca de un segundo narrador que parece estar leyendo dicho texto tiempo -indefinido- después de que la chica dejase todas aquellas experiencias impresas en el papel. El juego de la múltiple narración es ya de por sí interesante, y en cualquier caso redunda una vez más en las referencias que, como hemos dicho en otras ocasiones, Auster suele emplear como clichés recurrentes en sus novelas: el escritor -ora profesional, ora aficionado-, el periodista... Escribir sobre lo que uno conoce es, evidentemente, apostar por la jugada ganadora.
Bien podría pensarse que la protagonista de la obra es esa chica a la que mencionábamos, y no sería descabellado por cuanto todo en la historia gira en torno a ella -y dentro de ella. Pero la realidad parece ser menos prosaica. Se ve a la legua el esfuerzo de Auster por retratar una ciudad con vida propia en la que todas las piezas encajen a la perfección, en la que no queden más fisuras que las de la ciudad en sí, por abandonada a su suerte, literalmente. Así, el afán de la joven por trasladar la realidad que la envuelve de forma fidedigna es una foto de muchos megapíxels a la que nada escapa. El mundo se desmorona a su alrededor y ella prefiere dar cuenta de cada escabroso detalle a eludirlos mirando hacia otro lado centrándose en su historia. Pero es que, claro está, la suya es la historia de esa sociedad a la deriva que salpica al lector con sus excentricidades, extremos "imposibles" y atroces costumbres sociales. El retrato es tan realista que pronto uno empieza a preguntarse por las motivaciones que llevaron a Auster a recrear semejante escenario, por la inspiración de la que se sirvió para dar forma a una sociedad tan primitiva y a la vez tan contemporánea. Y la siguiente pregunta es, lógicamente, inevitable: ¿pretende el autor recrear un espacio común que pudo ser y no fue? Hablo evidentemente de una grotesca representación de algún estado totalitario y despiadado como pudo ser la Alemania Nazi de haber prosperado la aventura del ilustre hombre del bigote -y no, no hablo de "nuestro" bigotudo cacique. Quizás sea ir demasiado lejos, pero las referencias son a veces elocuentes, y uno no puede evitar dejar volar la imaginación en un intento por descifrar el trasfondo que sustenta la creación de semejante universo gris y en proceso de hundimiento. Eso, o simple paranoia "ikerjimeneziana", si se me permite el chascarrillo.
Por lo demás, nos encontramos ante una obra redonda, rica en detalles como suelen serlo las obras del amigo Auster, donde el sentimiento está constantemente a flor de piel desde un punto de vista emocional y físico -el sexo es un flash que brilla brevemente de forma más o menos habitual en sus textos, pero que siempre tiene un matiz restaurador que trasciende lo puramente corporal-, y con un final abierto a los que ya comienzo a pillarles el punto. No es que la historia no concluya; es sólo que la historia acaba justo donde debe, y lo que viene después, como lo que vino antes, es tan innecesario como misterioso. Puritita paradoja, oiga.
En fin, abandonamos El país de las últimas cosas como abandonamos el metro en nuestra estación, que al fin y al cabo acaban por ser uno -cosas de la capital. Pero Auster no acaba aquí. Para mi realmente no ha hecho más que empezar porque, como el buen vino, seguro todo cobrará otro sentido una vez haya reposado. Mientras eso ocurre, seguiremos con nuestra particular cata. Y vosotros, amigos, no deberíais dejar pasar la oportunidad de uniros a la noble y sana costumbre de la enología austeriana. ¡Chin chin!

2 comments:

Perenzal said...

Otro post impresionante del amigo Wildwood sobre el amigo Auster. Yo leí ese libro hace mucho tiempo, en otra vida, mientras vivía en Madrid. Entonces vagabundeaba por sus calles sin destino definitivo ni propósito, disfrutando del caos, del remolino o vórtice que arrastraba a todos y del que por fortuna yo me veía excluído.

Pienso que era una vida más auténtica que la que languidece encerrada en casa, escribiendo, por ejemplo, sobre el recuerdo de una ciudad que ya no es la mia, si es que alguna vez llegó a hacerlo.

Sin embargo solo nos está permitido encontrarnos con el pasado en el recuerdo, ¿verdad Wilwood? El resto son cenizas. De este libro recuerdo la agonía de una mujer. No voy a contar más. Esa escena se ha convertido en una imagen indeleble, como otras de este escritor. El resto es solo escenario, un fondo de Niebla sobre fugaces fragmentos.

Como detalles intrascendentes diré que Auster se basó en unos basureros de Sudamérica o África, ya no recuerdo, donde la gente iba con carritos para buscar lo que otros desechaban. Por otro lado el asunto también se puede entender como la destrucción de una cultura o una sociedad, y no hay que ser muy listo para adivinar que en algún sentido es la nuestra.

Por último, decir que se está planeando una adaptación cinematográfica, por parte de un director argentino, creo. Sería la segunda adaptación de una novela, después de una que existe sobre "la música del azar", en la que aparece el mismo Auster, montado en un coche rojo, y que no recomiendo en absoluto. (El resto son relatos del autor o guines ex profeso).

Puede que haya otros escritores mejores, pero ninguno que forme más parte de mi, y de aquella ciudad que ahora son tus cenizas.

Wildwood said...

Madrid se desmorona también. Eso tú lo sabes igual que lo sé yo, Perenzal. No es que los edificios estén en ruinas, o que en las calles se amontone la basura -que lo hace- más de lo normal. Es sólo que el caos por definición que es esta urbe la convierte en puro derrumbe social.
Uno se enamora de sus caprichosas callejuelas, de sus soportales, de sus adoquinados y sus tascas añejas, y cree que los pilares que la sustentan son firmes. Pero algo así tiende al desorden por necesidad. La ruptura estética y social es inevitable.
Y sin embargo, esas "últimas cosas" acaban por enamorarnos. Las cenizas que pisamos se nos pegan a la suela y ya nunca podemos limpiarlas del todo. Tú también lo sabes, aunque vivas su presencia en el recuerdo. Algo queda siempre de este país con forma de ciudad. De esta ciudad con alma de país.
Quizás por eso leer a Auster aquí, tan intermitentemente, interrumpido constantemente por las paradas del metro y sus escaleras, sea especial.
Quizás por eso su impronta cobre un sentido único al reflejar la soledad introspectiva del ciudadano, la una, del protagonista, el otro.